viernes, 16 de diciembre de 2011

Apartamento

Fue en noviembre del año pasado. Todos los vecinos escuchamos ruidos y gritos, pero ninguno imaginamos lo que estaba ocurriendo. La rapidez y el estrépito engendraron confusión, la forma más tenue del miedo. Quedamos estupefactos por unos segundos y sin saber cómo reaccionar en los siguientes minutos.

A base de narrar los acontecimientos a algún familiar o amigo que sobre el tema me inquiriera, aprendí que dividirlos en tres partes resultaba más comprensible para ellos y, además, se propiciaba el pretexto para el café o para el whiskey, según la persona.

Considero que la primera parte de esta historia inició cuando un tipo desconocido llegó a vivir al apartamento contiguo. Al poco tiempo, los vecinos nos percatamos que era uno de esos paracaidistas que suelen buscar casas abandonadas para habitarlas; se aprovechan de la permisividad legal en torno a la propiedad de inmuebles abandonados, ya que si una persona demuestra tener cinco años viviendo en una casa, mediante el pago de servicios, y nadie lo reclama, es muy probable que pueda apropiarse legalmente de la misma. Por desgracia, el propietario de la vivienda desde hacía tres años radicaba fuera de la ciudad y no había manera de localizarlo, lo cual descartaba la posibilidad de que pudiese hacer algo al respecto.

Desde la primera semana, la vida de los condóminos se tornó un infierno. Diario y a todas horas había fiesta en ese departamento. ¡Música a todo volumen; peleas, gritos! Al tercer día, llamamos a la policía. Quitaron el ruido, pero a los pocos minutos de haberse ido, volvieron a ponerla y con mayor volumen. Luego nos enteramos que la madre de este malandro era una mujer adinerada, ligada a alguna mafia local y, por supuesto, a las autoridades.

A este paracaidista, el mote de Pitufo se lo puso un vecino, Javier, por enano y, después nos enteramos, porque alguna vez fue policía; persona en extremo violenta y nefasta. Al principio sólo se ofuscaba, pero al paso de los meses, sus respuestas fueron aumentando de tono; siempre con esa voz carrasposa que exacerbaba la amenaza. Sin embargo, conforme su agresividad ascendía, su condición física menguaba, consecuencia del excesivo consumo de drogas. Al año ya cojeaba y se movía torpemente, pero su talante amenazador se mantenía incólume.

Son tipos como éste los que traen la realidad a las casas. Uno se siente vulnerable y desprotegido por la autoridad; uno termina, necesariamente, rompiendo ciertos lazos con la ley y empieza a tejer otros con estos maleantes.

La segunda parte, inicia cuando al departamento de Javier, quien no vive acá, pero es dueño de uno de éstos en la planta baja, se intentaron meter, ilegal y alevosamente, un grupo de personas con la firme intención de apropiárselo, emulando al Pitufo. Cuando vi a estos tipos por primera vez, no supe si se trataba de familiares de Javier o de nuevos inquilinos, sino hasta que nos explico que no los conocía, mientras buscaba el apoyo de algunos vecinos. ¿Quién iba a imaginarse que sería el Pitufo, quien con mayor eficacia asistiría a Javier en la solución de este problema?

Cuando estos paracaidistas regresaron al departamento, con la descarada intención de volver a cambiar la combinación de chapa de la puerta, que previamente Javier había pagado, fue el Pitufo quien les puso un alto. No necesitó bajar a increparlos, le bastó asomarse y amenazarlos para que esta gente pensara dos veces lo que intentaba:

–¡¿Ya vienen otra vez a hacer su pinche ruido?! Sépanlo de una vez, cabrones, yo diario hago mis desmadres, vienen mis valedores y chupamos todos los días a la hora que se nos antoje. Me vale madres que estés embarazada –dijo con frialdad, dirigiéndose a una de las paracaidistas. Desde esa vez supe que se llamaba Adrián y así lo empezamos a llamar.

Yo estaba escuchando tras la puerta. Nadie respondió el reto. Hubo silencio. Fui hacia la ventana que da al andador y los vi alejarse: dos mujeres y dos hombres; uno de ellos, el cerrajero, iba aferrado a su bicicleta.

Días después regresó este último, pero solo. Algunos vecinos que decidimos apoyar a Javier en este entuerto, salimos a su encuentro. Por ser el mayor de todos, fui quien habló y lo cuestioné inquisitivamente –¿a qué vienes y de parte de quién?

–Me dejaron un papelito en la cerrajería, que viniera a cambiar la combinación de esta chapa –respondió defensivamente.

–Estás cometiendo un delito –le dije con firmeza–. Acá ya vinieron agentes de la Delegación y hay una demanda de por medio; si le haces algo a esa chapa, vas a ser cómplice y, además, vamos a correr la voz de que te andas prestando a estas movidas y no te va a convenir; mejor déjalo como está, porque si haces algo vamos a tomar fotografías. Se escuchó la puerta rechinante de la casa de Adrián, pero no lo vimos salir.

El pobre cerrajero, asustado y casi pidiéndonos disculpas, no tuvo más remedio que desistir e irse. Los paracaidistas no volvieron más. Creo que ambas cosas pesaron en esa decisión, tanto la demanda judicial como el vecinito que tendrían que soportar.

Sería ingenuo suponer que la reacción de Adrián fue únicamente para ayudar a Javier, más bien quiso asegurarse el título de “único cabrón del edificio”; no estuvo dispuesto a compartirlo. Sin embargo, días después le prestó varios muebles a aquél, para que su vivienda pareciera estar habitada, y desincentivar ese tipo de delito.

Para entonces, y gracias al mayor contacto que empezó a haber entre ellos dos, supimos que, en efecto, la salud de Adrián estaba muy dañada, al grado que su primo iba diario a cuidarlo. También nos enteramos que ambos llegaron a un acuerdo para que Javier pudiera tener inquilinos sin que Adrián les hiciera la vida imposible, como ya había ocurrido con anterioridad.

La tercera parte de esta historia empieza cuando Javier contrató un plomero, un electricista y un ebanista, para arreglar y poder rentar su apartamento

Una vez que el plomero y el electricista terminaron su trabajo, sólo faltaba que el ebanista concluyera el suyo. Desde los problemas con los paracaidistas, Javier me había dejado copia de un juego de llaves de su departamento. Yo me encargué de abrir y cerrar la puerta cada vez que venían los trabajadores.

El memorable de los tres fue Daniel, el ebanista. Tenía un par de rasgos que lo distinguían: una cojera y una sonrisa torva que si no fuera por su ingenuidad, luciría bastante macabra. A pesar que lo traté poco tiempo, me di cuenta que era de esas personas que sin afán son indiscretas, torpes y hasta ofensivas. Pero si se las escucha con atención, son simplemente pueriles. No miento si digo que algunas de sus gesticulaciones descubrían a una persona con síndrome de down; sin embargo, su pericia en la ebanistería, según Javier, decía lo contrario.

Daniel había quedado en llegar a las 10 de la mañana. Esperé en la sala a que tocara la puerta. Pasaron 15 minutos, no llegó y fui al baño, pensando que no tardaría. Tuve un ligero percance que me retardó de más.

Nadie supo cómo fue el primer encuentro, si se saludaron, si dialogaron y cómo lo hicieron. Por las consecuencias, deduzco que Daniel se sentó sobre las escaleras a esperar. Probablemente, Adrián se asomó y le preguntaría algo; la respuesta de Daniel quizás lo irritó, y es que por alguna razón, como ya he dicho, Daniel es de los que pretenden ser graciosos y terminan siendo ofensivos por su falta de tacto; fueron pocas las ocasiones en que hizo un comentario atinado, quien sabe si alguna vez se lo propuso, y ese tono sin tono de su voz no le ayudaba.

Quizás algo de esto y mucho más, que no haya conocido de él, se combinó con alguna de las múltiples rabietas y rachas de violencia de Adrián; acaso el ánimo ventajoso de éste haya percibido en Daniel una presa fácil, susceptible de ser denigrada a discreción.

No estoy muy seguro de cómo pasaron las cosas, pero infiero que tuvo que ver con sus disímiles personalidades. Cuando salí para abrir la puerta del apartamento contiguo, Adrián se calló. Esto me extrañó porque si hay alguien que no le importa quién escucha sus escándalos, es él. Sin saludarme se dio la media vuelta, subió con dificultad los pocos escalones que había descendido y se metió a su casa. Le pregunté al ebanista si lo había agredido o amenazado. Su respuesta, acompañada de su clásica sonrisa torva, fue: –No, nada más se enojó un poco porque le pregunté si él era el Pitufo.

Me lamenté profundamente por ese pequeño detalle, no sería buen augurio. Adrián se lo tomaría muy apecho, y seguramente significaría el fin de su tregua con Javier. ¡Pero qué imprudencia la de éste para decirle al ebanista el apodo de uno de los vecinos!, más aún si conocía la falta de tacto e ingenuidad de Daniel. En fin, lo dejé trabajando.

Me retiré a mi habitación, sabiendo que estaría ocupado, cuando menos, cinco horas.

Un bullicio intermitente me despertó. A cada momento, éste se iba transformando en gritos claros y de agresión. Me incorporé lo más rápido que pude, salí de casa y me percaté que el ruido procedía del apartamento de Javier. Apresuré el pasó porque intuí que Adrián habría bajado para amedrentar a Daniel.

Lo vi. Sus pantalones, sus brazos. El olor penetrante a thinner y madera no correspondía con la escena. Lo vi tirado en el suelo, cerca de la entrada. Inmóvil y silente. Sabía que era él. Sentí que en mi cara iba evolucionando un inevitable gesto facial de asco. Entonces, me percaté que un martillo estaba encajado a la altura de su cara, que parecía un acantilado que se hundía en un quieto y pasmoso mar guinda; sentí una profunda nausea cuando creí ver un estertor de su cuerpo; creo que no quise saber si seguía con vida.

Volteé al fondo. En cuclillas y recargado sobre la pared, lo vi. Estaba temblando, con las ropas salpicadas de sangre y musitaba algo con la mirada incrustada en el suelo. Instintivamente me acerqué para averiguar que decía. Supe que notó mi presencia, pero no levantó la mirada, únicamente repetía:

–¡Vi el martillo en su cabeza, vi el martillo en su cabeza...! –El ebanista, tenso y desesperado afirmaba para sí, como intentando memorizar algo con incredulidad.

Voltee y vi en el suelo el cuerpo del Pitufo, con el martillo encajado en el cráneo; se enfriaba.

martes, 18 de octubre de 2011

Teología de la Abuela

–Tu abuela en ninguna foto está mirando a la cámara –Indicó mientras las revisaba con atención.

–Su ceguera se presentó después de los 30; tenía unos ojos hermosos, ¿cierto? Color miel, como los de mi madre. Lo que más recuerdo es cuando me contaba cuentos. Yo tardaba en dormirme, cuando me quedaba en su casa. Miraba con diversión y ansiedad que nunca me miraba; aquí, en esta habitación, quién sabe si sobre la misma cama, me tocaba toda la cara con sus manos –Germán movió sus manos, emulando el recuerdo–. Sus manos frías sobre mi cara, buscando reconocerla, probando su memoria; decía que mi fisonomía iba cambiando muy a prisa. Ella siempre describía mis rasgos faciales en voz alta, identificó inmediatamente el afilamiento de mis facciones, mis pómulos, mi quijada: “serás igualito a tu abuelo Germán”, me decía. En realidad, siempre me he parecido más al materno.

–Mira, amor, si te fijas bien en las fotos, todas fueron tomadas en ángulos que procuraban no delatar su ceguera.

–No lo había notado –Comentó con el ceño fruncido a la vez que tomaba algunas de ellas.

–¿Cómo se llamaba?

–Agnes.

Germán se levantó y se apeó sobre un banco; tomó una caja empolvada que estaba en la parte superior del closet; la extrajo rápidamente y con facilidad, pero levantando una enorme polvareda.

–Ayúdame con esto, María, está un poco pesado.

–¿Qué es todo esto? –Replicó ella tratando de contener la tos y apenas entreabriendo los ojos por el polvo que le caía.

Ambos sacaron de la caja folders que contenían hojas escritas con una hermosa y elegante caligrafía. A los pocos segundos, advirtieron que eran textos, historias. No fue necesario que los ordenaran porque estaban apilados en orden cronológico.

A los pocos minutos, Germán cayó en la cuenta de que estaba ante las historias escritas de su abuela, debido a que en uno de los folders reconoció una historia que le fascinó desde que la escuchó; incluso, había convencido a su abuela que se la contara en muchas ocasiones.

–Mira, esta es la historia que más me gustaba que me contara –Le extendió el folder a María.

–Pero si tu abuela era ciega, ¿cómo escribió todas estas cuartillas?

–Seguramente se las dictó a alguien, pero a ninguno de la familia; nadie de nosotros escribe así.

–¿A qué se dedicaba?

Germán se recostó sobre la cama e invitó a María a hacer lo propio –Ella fue una mujer de su casa, muy hogareña. Pero has de saber que en su juventud, como a los 25 ó 30 años, quemó las naves, se fue a vivir unos años fuera de México. Mi madre me contó que fue una mujer muy culta y que al regresar, llegó muy cambiada, con costumbres religiosas.

–Léeme el cuento que tanto te gustaba –Le pidió ella mientras le regresaba el folder que lo contenía.

–No, mejor te lo cuento, me lo sé de memoria –Colocó el folder sobre la caja y después puso su brazo debajo del cuello de María, quien reposó la cabeza sobre su pecho.

–Antes de hablar, solía tomarme de la mano o me acariciaba el cabello. Parecería burla si te digo que se quedaba mirando la nada, pero en esos días su ceguera era sólo un dato para mí.

–Espera, amor, ¿cómo se llama el cuento?

–Uy, el folder se quedó en la caja, me da flojera estirarme; ahorita lo vemos, pero yo siempre lo evoco como la teología de la abuela, versa sobre una historia muy peculiar de la deidad.

–¿Fue por ella que te hiciste teólogo?

–Es probable –Respondió sin mirarla.

Germán se quedó pensando en su abuela, en la fuerte influencia que tuvo en su vida. Le enseñó inglés y francés, pero también le infundió mucho miedo, un miedo domesticado, sofisticado e importado, porque sus hábitos infantiles contenían todas las rutinas que a la abuela Agnes satisfacían, y ninguna incluyó romper vidrios, ensuciar la alfombra o perder parte de la cristalería.

–¿Qué pasó, por qué no empiezas?

–Es que no me acuerdo como inicia. Recuerdo sus caricias; yo la miraba recostado en su regazo. Miraba los orificios de sus narices, su cara delgada y blanca. ¡Ya está!, iniciaba así:

–Al principio fue un verbo: ser. Dios era toda la eternidad y de manera infinita. No había partes, era todo o era nada, como quieras verlo. Ni principio ni fin existían.

–Algo desestabilizó su unidad y surgió el amor, ese movimiento: ser-amar propició la conciencia en él, una conciencia que inició afirmando su ser por medio del amor. Fue de suma importancia para él amar y crear, luego entonces saber, entender y, conocer.

–Eso te contaba tu abuela, ¿cuántos años tenías? –Lo cuestionó incorporándose un poco para tratar de mirar la cara de Germán.

–Como nueve o diez, ¿por qué? –Le respondió sin voltearla a ver y continuó narrando.

–Empezó a quererse a sí mismo. Lo hizo y se supo, se entendió y se conoció; llegó a la certeza de sí mismo. Sin embargo, pasó algo que no se imaginó. Al amarse se supo, se entendió y se conoció nuevamente como parte de la totalidad.

–Él creyó regresar al mismo lugar, pero había una pequeña y fundamental diferencia: ahora, poseía el conocimiento de todo lo que era porque se amaba; y sí, había ocurrido un desprendimiento, algo se había separado de él.

–Amor, ¿estás seguro que tu abuela utilizaba ese vocabulario? –Germán la miró de reojo, sonrió levemente, pero siguió contando.

–Empezó a juntar porciones de su totalidad; así creó parcialidades de diferentes tamaños, las ordenó de cierta forma, con ritmo. Le gustó saber que podía desprenderse de sí mismo y encontrar sentido en ello. Descubrió que se podía percibir a sí mismo desde varios sitios, ahora que su totalidad se había separado.

–Más sorprendente fue descubrir y entender que cada parte que iba separando era capaz de hacer lo mismo de forma voluntaria. Entonces, ocurrió algo inesperado: conoció la otredad de su yoidad. Fue una sorpresa mayúscula poder distinguir otra entidad que procedía de él y que actuaba y pensaba de similar forma a la suya: ser y amar para crear; luego, saber y entender para conocer la totalidad, su totalidad; la de él, la de ellos, de forma paralela y al mismo tiempo. Así, justo cuando la unidad se desestabilizó en dos y más conciencias y certezas de sí mismas, eclosionaron el tiempo y el espacio como entidades distintas.

–Cada porción de totalidad fue repitiendo el mismo proceso, una y otra y otra vez. Aunque la acción era la misma: ser y amar para crear, las estrategias se diferenciaban unas de otras. Algunas porciones del ser seguían haciéndolo individualmente; otras, en gigantescas agrupaciones, mas todo muy distinto de aquella lejana primera experiencia.

–Llegó el momento en que uno de esos seres o alguna de esas agrupaciones, hicieron algo diferente; no se sabe, no se entiende ni se conoce, pero negaron al ser, no amaron y, sin voluntad, literalmente, no crearon algo; empero, esta serie de negaciones desestabilizaron algo y pasó eso que llamamos la Gran explosión o Big bang.

–Así fueron ocurriendo las cosas y sus momentos hasta llegar a nosotros. Ser y querer para crear y, después, saber, entender para conocer; éste siempre fue, es y será un proceso que se va degradando paulatinamente; Dios no se dio cuenta de esto hasta en los últimos instantes, poco antes de que te empezara a contar este cuento. Dios percibió que al separarse en tantas y tantas porciones, había perdido para siempre parte de su propia información, la que lo contiene.

–Desde entonces, Dios se ha dado a la tarea del rehacerse. Cada acto como respirar, caminar, cantar: vivir; cada elaboración mental como medir, razonar, describir: pensar, son sus tácticas y estrategias para conseguirlo. Quiere otra vez ser continente.

–Esa es la desesperación de Dios, ser incapaz de volverse a contener en un ser que quiera y cree.

–Porciones y ritmo, amor; ¿te recuerda algo? –Dijo ella en un tono sensualmente sugerente.

–Me recuerda a ti.

Ambos empezaron a acariciarse, a reconocerse, a sentirse y a quererse. No había nada más que ellos sobre la cama. Fueron labios y lenguas, brazos y manos, carne y humedad; de ellos emanaba el ritmo entre la pasión y la ternura: arrebato que modula la posesión mediante la belleza.

–¿Le ves alguna moraleja?

–No, creo que lo inventó para dormirme, como los demás cuentos. ¿Tú ves alguna?

–Que a los hijos hay que cuidarlos no sólo hasta que tengan conciencia de sí mismos, sino hasta que sean perfectamente capaces de ejercer con responsabilidad, material e intelectual, su libre albedrío.

–Demasiado profundo, ¿no?

–Me parece una hermosa metáfora de la maternidad y la paternidad.

Germán se levantó y se metió al baño. María se estiró un poco para alcanzar el folder. Leyó todo el cuento. Al regresar, se detuvo al verla con el cuento en sus manos.

–Se llama Historia de la Navidad y la Noche Buena; es una linda y original historia sobre Jesús y Dios Padre; ¿de dónde sacaste la historia que me contaste? –Casi le reclamó.

Él se quedó parado y desnudo –Cuéntame el cuento, como si se te acabara de ocurrir.

–Te leeré lo que parece genuino en él, sólo un par de párrafos, y creo que son los que impactaron tu vida, los que te mojaron para siempre. Escucha:

–Dios padre amaba todo lo que iba creando, lo amaba con intensidad natural y prodigiosa, mas no quería darse cuenta que una minúscula parte de él, se iba perdiendo en el proceso de invención. Cada cosa que existe contiene información complementaria del Señor; cada palabra, letra y signo, comportan algo de su nombre, del sonido necesario para invocarlo. Todo esto lo fue degradando, al tiempo que el universo se fue enriqueciendo.

–Dios padre olvidó su rostro y su nombre, y ahora sólo es posible verlo si se está muy lejos de la creación, un lugar que no se sabe si existe; ahora sólo podemos nombrarlo si pronunciamos todas las cosas existentes.

Germán caminó lentamente hasta la cama y se recostó junto a María. Lucía agobiado y desanimado, como si el trayecto del baño a la cama fuese largo y desértico. Como si de pronto hubiese dejado de cargar una historia ajena, una culpa recogida en el camino.

–Al crecer todo lo complicamos. Quizás sólo debí enojarme con mi abuela, gritárselo.

–Bueno, adornar su cuento fue la forma en que manifestaste todo eso que sentías o sientes; es como decirle que eres mejor que ella. En todo caso, de nada te sirve ya continuar con ese rencor, ahora que te has dado cuenta de dónde viene esto –Ella lo abrazó como quien quiere curar una herida.

–No, la mejor forma de desahogarme fue haberte contado la historia antes de hacerte el amor, aquí, sobre su colchón.

sábado, 24 de septiembre de 2011

Planeación Laboral

Ve a esos dos, Margarita, los que no paran de mirarse en aquella mesa. Parece que de sus sonrisas cuelga un par de notas musicales que hacen melodía. Habría que ponerle banda sonora a esa ternura que se entregan, es una injusticia no traer siquiera la cámara –Dijo Salamanca sin perder de vista a la pareja que estaba sentada casi a la entrada de la cantina.

En ese instante, Pruit le enseñó la foto que con su celular había tomado. Salamanca sonrió y tomó el móvil. Agrandó la imagen y nuevamente se quedó encantado. Pero después de unos segundos lo dejó sobre la mesa, cual propina desenfadada.

–No lo sé, Margarita, perpetuar esa imagen le resta algo. Hay momentos que merecen solamente las imágenes que permite la memoria, incluso una mala memoria; por ejemplo, hoy te recordaré con esa horrible diadema roja que traes.

–A mí me gusta fotografiar los ojos, la mirada de los gatos. No es soberbia ni indiferencia; la suya es una mirada hecha para las largas distancias. Sus ojos se desentienden de lo inmediato porque instalan y dilatan sobre el mundo un manto de magia milenaria. Luego, muy quitados de la pena y con modestia, se acurrucan en cualquier rincón de la casa o van a acicalarse junto a la puerta.

–Bueno, ¿tienes alguna propuesta, algún caso para resolver? –Atajó abruptamente, Salamanca–.

–Noel, recientemente has matado varios de mis conocidos, empezarán a conjeturar. Había pensado en Mariano Urzeta, un talentosísimo ejecutivo; de los que gana dinero con dinero de otros en la bolsa de valores, pero mejor alejémonos un buen rato de mi círculo social.

–¿¡Urzeta!? –Salamanca se quedó intrigado, pero continuó– Tienes razón. Por eso estamos aquí. No solamente para que conozcas esta tradicional y céntrica cantina, sino para que mires en persona a nuestro próximo trabajo. ¿Ves a ese cuate que está sentado a la barra? Se llama Marcos y se apellida Urzeta; ¿cómo ves, Margarita?, los hermanos Urzeta son nuestro caso –Salamanca terminó su tequila de un solo trago; satisfecho y con una ligera sonrisa, se recargó con desparpajo sobre el respaldo del gabinete, extendiendo sus brazos y con un gesto pidió otro trago–.

–Déjame contarte. Mis esbirros tienen diez meses investigando a Marcos; es, también, la primera vez que lo miro en persona. Es un artista muy reconocido en su medio, pero no vive de sus creaciones, cosa que a él lo tiene sin cuidado; es de alta prosapia. Solamente le sobreviven su hermano mayor y su abuelo. Tú conoces a Mariano, pero según sé es uno de los nuevos yuppies más acaudalados del país, un terrible mamonsísimo de primera.

–Será mamón, pero es un anfitrión excepcional comparado con los chavos de su edad. Además, es muy astuto, sabe mucho de gastronomía, vinos y bebidas; ha viajado por todo el mundo, y es muy guapo –Apuntó y recalcó Pruit, quien levantando la ceja izquierda y divertida, esperaba una celosa reacción de Salamanca–.

–Tú lo conoces mejor, yo sólo te digo lo que leí en mis archivos. Pero no creo que sepas que, siendo adolescente, Mariano abusó varias veces de Marquitos. Lo dejó traumado y con una confusa sexualidad inmanente. La única manera que encontró para disipar, temporalmente, sus tormentos a lo largo de los años, fueron sus esculturas y sus pinturas. Su obra tiene una signatura: cerraduras, candados; puertas y ventanas cerradas. ¿Lo has notado?

–No, no conozco su obra; ¿expone en algún lado? –Habló Pruit con el ceño fruncido.

–Sí, actualmente su obra está de gira por algunas ciudades de Colombia. Vino a México a cerrar una importante venta y, quizás, a morir.

–¿Qué edad tenía cuando ocurrió?

–Tenía diez años y su hermano, 16. Han pasado 20, son exitosos los dos, pero de una manera tan diferente –Dijo con gravedad y con el rostro circunspecto. Su mirada parecía un anzuelo pendiente y sin paciencia, que no terminaba de pescar algo–.

–¿Y por qué Marcos, por qué no Mariano?; digo, antes de mencionarlo, no sabías que era de mi círculo de amistades… ¿Por qué elegiste a Marcos? –Pruit pareció reclamar por una injusticia más que preguntar–.

–Marcos no sabe disfrutar la vida. Siempre con relaciones tormentosas, boicoteando sus sentimientos y emociones, cayendo en los excesos; es perfecto, nadie lo extrañará. A diferencia de él, Mariano sí que sabe vivir; tú misma lo acabas de decir, es famoso y querido. Mucha gente empezaría a preguntar. Pero hay algo más importante, Margarita. Si matara al mayor, ¿quién pagaría una investigación, a quién no le convendría el escándalo? A Marcos probablemente ni le interesaría y dejaría todo en manos de la policía; en cambio, te apuesto lo que quieras a que Mariano intentará lavar sus culpas pagando una investigación privada que dé con el paradero del asesino de su pequeño y adorado hermano menor. Las apariencias están bien arraigadas en gente como él: yuppie y de importante blasón. El nos buscará; tú sueles provocar eso muy bien.

–Noel, su abuelo lo extrañaría; no pensaste en él, no eres tan astuto –Pruit retó la astucia más que la moral de Salamanca; tampoco le pareció buena opción apelar a su piedad–.

–Al abuelo le dará igual lidiar con un investigador privado que con judiciales. El abuelo los quiere a los dos; incluso, Mariano es su predilecto, es el primogénito de su primogénito. Todo está listo y arreglado, Margarita. ¿Por qué tanta bulla? No me digas que te están dando rachas de moralina; cuántos años haciendo esto y…

Continuaron hablando por largo rato; revisaron algunos detalles del expediente Urzeta, ataron algunos cabos y  establecieron que debían contar con un poco de más información respecto a Mariano y lo que sentía por su hermano, aclarar bien cuál y cómo era su realción en la actualidad.

–Mira, ya se lo llevan cargando; va perdido de borracho. ¿Quiénes serán los que lo llevan?

–El coleccionista y amigos de éste.

Por alguna razón, la actitud de Pruit llevó a Salamanca a divagaciones muy lejanas. Se acordó de cuando la conoció; su intempestiva aparición y lo benéfica que ella fue. Pero los recuerdos que más emergían se relacionaban con las opiniones de ella respecto a los casos que iban resolviendo. Solamente una vez la había notado así, reticente. Mucho tiempo atrás, cuando él hubo elegido como víctima a un niño de seis años, cuyos padres murieron en un accidente. La muerte de éstos había favorecido desmedida y sospechosamente a la hermana y su marido. Al principio, Pruit se resistió a participar, aunque al final lo hizo muy bien.

Un lejano sentimiento de culpa, de esos que parecen la pieza sobrante del rompecabezas recién armado, recorrió la columna vertebral de Salamanca. Sabía que sólo en esas dos ocasiones había dudado en la elección, mas no en la ejecución. Entendió que entre Margarita y él había una conexión más intensa de lo que alcanzaba a entender. Más de diez años frecuentándola y aún no sabía el porqué apareció en su vida. No era amor; quizás deseo en algún momento, pero eso no era una respuesta.

–¿Ya pensaste quién será el asesino? Antes era eso lo que más te ocupaba, el eje de tus ingeniosos “casos”. No dabas un solo paso hasta que no tuvieras definido al culpable y delineadas las maniobras para que las pesquisas condujeran a él.

–La importancia de tener culpable es variable, según cada caso, querida; es algo que he aprendido con los años –Se notaban la falsa modestia en sus gesticulaciones y el falaz argumento evidenciado por ese “querida” que a Margarita le extrañó tanto; sus palabras parecían más una estrategia para evadir una verdad desagradable.

–Eso es mentira, Noel, sabes perfectamente que cada vez te importa menos, cada vez eres más indolente. Va a llegar un día en que no te importe si te descubren, si te encierran o si te matan.

Salamanca no sabía si era falso o cierto lo que ella decía. No tenía la capacidad para discernir sus propios sentimientos. Se sintió ebrio. Miró lo hermosa que estaba, lucía radiante con ese vestido rojo y su siempre esplendorosa melena roja, apresada por esa diadema.

–¿En qué piensas, Noel?

–¿Quién eres, Margarita? ¿Por qué nunca me has hablado de tu pasado, de lo que haces cuando no estás conmigo, de lo que hacías cuando no me conocías; por qué llegaste así a mi vida? –No parpadeó una sola vez mientras la inquirió; ni siquiera después.

–Ya estás tomado. Yo no te voy a llevar cargando –Lo miró burlonamente.

Él se quedó inmóvil esperando la respuesta. Se terminó otro tequila; no necesitó llamar al mesero, quien ya llenaba su caballito.

–¿Quién era el filósofo o poeta que hablaba de un mundo fantástico en donde decir la verdad de las cosas era atentar contra su existencia, deshacerlas, regalarlas al olvido, a la nada? No recuerdo, pero algo así soy para ti. Si te dijera quién soy, desaparecería de tu vida, y aunque eres un verdadero hijo de puta, me agrada trabajar contigo; y eso que no me das prestaciones: ni IMSS ni INFONAVIT, ¡eh! A ti sólo debe interesarte saber lo que hago y lo que puedo hacer.

Salamanca se levantó furioso, sacó unos billetes de su bolsillo y los echó sobre la mesa. Miró amargamente a Margarita y se marchó con su caballito en mano. Ella lo despidió con una sonrisa traviesa que mostró sus blancos dientes y con una larga mirada, como la de los gatos, lo siguió; vio que se perdía entre decenas de personas que llegaban y partían del kilómetro cero.

El mesero, al ver vacía la mesa, con premura tomó el dinero, lo contó y con tranquilidad guardó su parte, una generosa propina. Miró con extrañeza la diadema, se la llevó y segundos más tarde, la tiró.

domingo, 10 de julio de 2011

Cautiverios

–¿Sabes por qué a los huracanes les ponen nombres femeninos? –Preguntó retóricamente– Porque cuando se van se han llevado, la casa, el coche, el dinero…

–Menso. Pero dime, Ike, ¿¡cómo estás, qué coincidencia encontrarte acá en el aeropuerto!?

–Está retrasado mi vuelo; la tormenta tropical derivó en huracán y está en la ruta. ¿Y tú qué me dices, Berenice, estás de vacaciones?

–Sí, un merecido descanso; acabo de regresar de Australia, estuve dos años haciendo el doctorado.

–Siéntate conmigo, vamos a tomarnos un café.

–Está bien, pero van a venir pronto por mí –le indicó ella mientras se sentaba– Entonces, Ike, ¿a qué te dedicas, qué ha sido de ti en estos años?; ¿estás saliendo con alguien, ya te casaste?

–Me dedico a escribir en revistas; me han publicado un par de novelas, casi no se venden, pero ahí están. Y no, no estoy casado, pero vivo con alguien –hubo una pausa y se miraron en silencio–Voy para Buenos Aires, un productor español y un director argentino están interesados en hacer la película de una de las novelas. Parece que será una coproducción de un montón de instituciones culturales de los tres países; incluido México, por supuesto. Además estoy encantado con la idea de participar en el guión –No quiso ocultar su dilatada sonrisa orgullosa– ¿Y tú cómo estás, ¿qué hay de ti, Berenice?

–Me he dedicado a la investigación y a la docencia, entre la UNAM y el Centro de Ciencias Genómicas de Canadá.

–Ciencias Genómicas; siempre me decías “donde están los genes está la vida”.

–Sí, cuando era nueva carrera y quería ser parte de la primera generación. Era cuando tú me decías “donde está mi genetista está mi vida”. –Sonrió como si estuviera viendo lo que rememoraba– ¿De qué se trata tu novela?, cuéntame.

–Es surrealista. La trama es sencilla, fantástica. Es sobre un chavo que ha estado toda su vida en una jaula. Su madre lo quiso tanto, que le pintó la jaula de colores. Su padre, la acondicionó por dentro; techo con foco y un calentador, algo sofisticado –Al hablar, Ike gesticulaba con bruscos aspavientos para pescar el interés de Berenice, cuya cara parecía un cúmulo de dudas– Con el paso del tiempo, la jaula dejó de ser el mundo de Pedro Zamora, así se llama el protagonista. Con muchos trabajos logró perforar el piso de la jaula para sacar sus piernas y poder desplazarse a donde tuviera que ir.

–Interesante –Dijo con un tono de incredulidad, antes de darle un sorbo a su café.

–Un día, Pedro conoció a una mujer que le gustó mucho; el sentimiento fue recíproco, pero no se le ocurrió salir de su jaula para conocerla; a ella le gustaba igual así, únicamente le dijo que le gustaba tal como era. El joven Zamora siguió viviendo dentro de su jaula, desplazándose lentamente; teniendo contacto limitado con sus amigos, familiares y con esta mujer: Sofía.

–Oye, perdón, pero me parece poco creíble lo que me cuentas, no entiendo el mensaje o lo que quieres transmitir.

–Por eso te digo que es surrealista; se trata de interpretar lo que no es explícito y subyace a la superficie, un hondo significado. Es una crítica a la manipulación que ejercen los padres sobre sus hijos, al heredarles, infundirles una serie de prejuicios, miedos, etcétera, que al principio nada tienen que ver con el mundo que van descubriendo, en este caso, Pedro.

–¿Algo así como la manzana que se pudre sobre el caparazón herido de la cucaracha Samsa?

–Exacto. Pero además, está el primer amor que cuando no es recíproco ni en igualdad de circunstancias, el que no ama o no está embelesado, puede utilizar la jaula del otro, construida por los padres, para manipularlo.

–Sí, claro –Ahora su tono era distinto, estaba más interesada en el argumento.

–Pronto, ella se dio cuenta que Pedro no podría seguirla ni satisfacerla porque era demasiado dependiente y ella empezó a querer algo distinto. Era una contradicción porque ella sentía que lo quería y, a veces, que lo amaba; sin embargo, nunca pasó por su mente proponerle a Pedro que destruyeran la jaula y que vivieran juntos de otra forma. En la mente de él no había posibilidad de elaborar una reflexión de esa magnitud porque siempre estuvo adentro. Fue como saber que saltando al mar te vas a mojar, va a estar frío y te podrás ahogar, pero para los peces allá abajo es todo distinto, otro mundo: el mundo –A la par que terminaba de pronunciar este par de palabras, con su diestra hizo un peculiar ademán: juntó los dedos índice y pulgar como si tiraran de un hilo invisible, hacia abajo.

–Un día ella se fue, y Zamora la vio desaparecer. Ni siquiera intento correr; los hoyos en el piso de la jaula sólo le permitían caminar lentamente, sus manos las ocupaba en cargar la jaula. Sufrió, lloró, berreó. Continuó sobreviviendo.

–Está fuerte; me está gustando. Y la jaula es como una culpa, supongo, o tal vez una incredulidad artificial en él mismo, ¿no?

–Sí, eso es lo que me gusta del surrealismo, sus posibilidades de interpretación. Total, un día Pedro vio a otra mujer, Alondra, que lo dejó maravillado; estaba sentada en un parque. Intuyó que estaba por irse, así que decidió darle alcance. Se tropezó con una piedra y cayó. Se dio cuenta que su jaula estaba desvencijada, descuadrada y a punto de abrirse. Fue tan terrible el impacto que se olvidó de Alondra. Fue como si su vida se viniera abajo; toda su vida construida y estructurada con base en las breves posibilidades que le había permitido esa jaula que lo mantuvo tanto tiempo en cautiverio. Nunca había sentido el cálido pecho en un abrazo sin mediación de los barrotes metálicos y fríos. Nunca había dado un beso sin lastimarse el rostro.

–¿Y su intimidad, hablas de su intimidad?

–Sí, todos sus actos hacia el exterior estaban signados por el dolor infligido por los barrotes. En fin, que la caída, además de romper la jaula, también le lastimó severamente sus piernas. No pudo levantarse porque todo el peso de la jaula estaba sobre él. Tenía miedo, más por no estar adentro que por no poderse quitar todo ese montón de basura.

–El final es clásico, Berenice. Alondra lo llevó al hospital. Le dice que si quiere vivir a su lado y acompañarse mutuamente, primero deberá sanar sus piernas. Ella también se va, pero para que él, pronto, la vaya a buscar.

–¡Qué bonito final! Y tú también estás en cautiverio, ¿cómo se llama este huracán?

–Se llama Marlene.

–Bueno, pues Marlene te tiene en cautiverio en este aeropuerto, ¿eh? ¿En qué piensas?

Ike se quedó pensando. Su mente se fue años atrás, cuando conoció a Berenice y se hicieron novios. Le pareció increíble que ya no sintiera nada por ella, salvo una gran amistad. “¿En qué momento se acabó todo?”, se preguntó. En los meses posteriores a su ruptura, no hubo espacio para el olvido ni para el recuerdo, que representaban alternativas accesorias, apenas un epitafio desatinado para su febril relación.

–Recién me acordé que hace unas semanas me metí a tu Facebook; vi que era tu cumpleaños e iba a escribir algo en tu muro, pero me arrepentí. Me quedé colgado de un recuerdo de cuando éramos felices juntos. Vi la foto en tu perfil, sonriente, sin mirar a la cámara; vestías una blusa azul marino, estabas contenta, con esa sonrisa que solía llenar mi vida. Vi tus senos, tus manos. Esa foto se ha repetido decenas de veces en mi cabeza desde entonces, como un accidente eterno. Tenía mucho tiempo que no te miraba ni en foto. Sentí ese temblor que ya no es amor, sino un reflejo pavloviano. “¿Quién te tomaría esa foto?”, pensé; te capturó como yo lo hubiera hecho o acaso lo hizo para mí sin saberlo, para que te recordara sin reclamos porque esa carita y esa sonrisa anulan todos los reproches y tristezas, cosas que, por demás, hace mucho ya no suceden. Hasta ese instante, Berenice, no sabía que verte feliz, me haría sentir tan bien; y que conste que no le concedo nada al olvido. En fin, en eso me quedé pensando.

Todo lo que dijo Ike, la llevó, también, muy lejos de ahí. Para ella, la ruptura fue tardía; no se dio cuenta en qué momento lo dejó de amar. Berenice creía que eso ocurrió cuando apareció otro hombre en su vida, pero desde antes, Ike había empezado a ausentarse de la suya. Cada vez más metido en sus libros y sus estudios, ya casi no tenía tiempo para salir; asumió que ella también invertía la misma cantidad de tiempo en sus estudios; sin embargo, ella siempre requirió menos tiempo que él para lo suyo.

Una tarde, caminando por las islas en Ciudad Universitaria, su ex le platicó sobre la Fuerza Coriolis, un fenómeno físico ordinario y complicado que a ella le pareció particularmente interesante y, desde entonces, a partir de él se explicaba el fin de su relación amorosa con Ike.

–¿Sabes lo que es el Efecto o Fuerza Coriolis?

–Me suena, pero no, no lo recuerdo –Respondió Ike, intrigado.

–Este fenómeno se da cuando un cuerpo se mueve en relación con un sistema en rotación, como un avión que vuela sobre la tierra. Si éste va de Tierra de Fuego a Nueva York y no se toma en cuenta el movimiento, la velocidad de la rotación del planeta, el avión podría aterrizar en Washington –Berenice hacía lentos aspavientos y con su puño izquierdo representaba la tierra y con la diestra, el vuelo del avión– Yo siento que nunca tomé en cuenta lo que querías o necesitabas; quería que fueras como yo deseaba, como necesitaba que fueras; nunca seguí tu ritmo, ni pretendí hacerlo. Creí que eras el compañero de mi vida y antes de que termináramos, me di cuenta que no, que me había equivocado, que yo aposté a que eras Nueva York porque siempre quise esa ciudad y no, siempre fuiste Washington.

–¿Que querías?, siempre entendí más de política que de finanzas –Apuntó Ike con ironía.

–Sí, es verdad –Redondeó irónicamente lo dicho por Ike.

–¿Y tu ex sí fue Nueva York?

–Fue todo el este de ese país. Pero ahora estoy bien, soltera. Y creo que ya me voy; han llegado por mí.

Ike se despidió de Berenice y pidió de comer. Le agradó la idea del Efecto Coriolis para explicar el destino de algunas relaciones amorosas, de su relación con ella. Sacó su laptop y empezó a escribir un correo para comunicarles al productor y director que estaba retrasado el vuelo y posiblemente llegaría… Ahí se detuvo, no sabía en qué momento Marlene se disolvería. Tampoco tenía decidido si se regresaría a su casa o esperaría unas horas más en el aeropuerto. Miró la hora y se dio cuenta que tenía seis horas varado ahí.

En realidad no sabía si el vuelo se había cancelado; no se preocupó en escuchar ni en revisar dicha información en las pantallas. Se angustió, se levantó y caminó rápidamente hacia las pantallas: Cancelado.

Regresó a terminar de comer. Quién sabe desde qué hora fue cancelado el vuelo. Estaba molesto, pero también sabía que de no haberse quedado tanto tiempo ahí, no hubiera tenido ese encuentro fortuito.

A su mente llegó un recuerdo. Una vez esperó mucho tiempo a que Berenice saliera de su casa. Estaba viendo el cielo claro de primavera. Había algunas nubes, pero una le llamó la atención porque no se movía, estaba casi encima de él. Lo distrajo el ruido que hizo ella al salir para avisarle que esperara un rato más. Volvió a mirar la nube y observo minuciosamente como ésta iba difuminándose. Había visto grandes nubes, oscuras, claras, semitransparentes; las de rápido desplazamiento, pero jamás presenció una quieta que desaparecía. Recordó el profundo abatimiento que le ocasionó ver que de pronto ya no había nube. Fue testigo de su extinción. Por entonces, esa sensación no la asoció con nada; ahora, sabía que esa angustia se debió a que –inconscientemente– eso le pasó al amor que sintió por Berenice. Fue como si esa chambrita de algodón aéreo se fuese destejiendo, desprendiendo del fondo azul punto por punto; no había nada que hacer salvo resignarse; fue desesperante ver que algo se iba deformando y perdiendo para siempre, y pronto sería igual que si jamás hubiese existido.

Terminó de comer. Decidió irse para la casa, ver a su mujer y cenar con ella. Sacó su celular y se dio cuenta que lo dejó apagado. Al prenderlo vio que tenía varios mensajes de texto y de voz; no quiso revisarlos y marcó.

–Hola, amor. Apagué el celular porque luego se me olvida hacerlo en el avión. Sigo acá en el aeropuerto, se canceló el vuelo por el huracán.

–Uy, estás retrasado de noticias, mi vida. Hace media hora anunciaron en la tele que Marlene había derivado en depresión tropical, ya casi desaparece, un caso muy raro porque sus evoluciones se dieron muy rápidamente, de tormenta tropical a huracán y a depresión en el lapso de unas horas, según dijeron. Pero el vuelo seguramente lo reprogramarán para mañana.

–Sí, seguro, lo estoy viendo en las pantallas; nos vemos en casa. Te quiero.

domingo, 26 de junio de 2011

Noel Salamanca y Margarita Pruit

–¿Y quién ha dicho que los fantasmas podemos ver? La vista, como cualquier sentido, es una función estrictamente orgánica –Dijo Margarita Pruit con cierto aire de complicidad y una ancha sonrisa, mientras caminaba lentamente hacia él.

–Entonces eres un fantasma –Respondió Noel Salamanca, sin afirmar ni preguntar.

–No, sólo estoy asumiendo lo que te empeñas en creer. Yo puedo verte, tocarte, olerte, escucharte...

–¿Y probarme? –Preguntó con suspicacia.

Pruit le respondió, mientras se sentaba a la mesa junto a él –Ya te dije que no me gustas, entiéndelo.

–También llegué a pensar que eras una alucinación, una proyección de mi mente. ¿Cómo es que siempre estás en todas partes? –La miró sin pestañear– ¿Por qué sembraste las evidencias para culpar al amigo del cliente?, ¿Por qué chingaos me ayudas? –Ella lo miró con soberbia, como quien sabe una respuesta y no pretende decirla.

–No te iban a salir las cosas; si no lo hacía, ahora mismo te estarían arrestando, te hubieran refundido en prisión tarde o temprano.

Salamanca se levantó y caminó unos segundos. Se sentó en un sillón y luego se recostó. Cerró sus ojos instintivamente.

–Durante la resolución del caso –Dijo a manera de confesión–, estuve soñando o teniendo una ensoñación continua, pero paralela a la realidad. Sucedió en un castillo antiguo, hace muchos siglos…

Según la memoria de Salamanca, todo ocurría en el Castillo de Blanca, en Murcia, España. Él no era parte del sueño, sino un espectador sin cuerpo, un fantasma. Cuando se supo adentro, a su lado pasaba con premura un hombre alto, blanco y corpulento de cabello crespo y cano; se trataba del Marqués de Villena y se lo notaba desesperado. Éste se reunió con dos guardias; con tropel los instruía sobre la urgencia de encontrar a su amada Isabel. Al parecer, e implícitamente en la trama, al castillo se había filtrado un hombre con la intención de matarla durante la fiesta de máscaras en la que él era el anfitrión. Su enamorada no aparecía desde hacía rato y por más que la buscaba no lograba dar con su paradero. La multitud de máscaras complicaban no sólo su localización, sino también la captura del malhechor. Noel se entretuvo con el enorme salón de baile, iluminado por cientos, acaso miles de velas y candeleros. Algunas mujeres bailaban ataviadas con sus largos y pomposos vestidos de finas telas; los hombres, con elegantes trajes que lo dejaban ver que la época era el Medievo, quizás el siglo XIV o XV.

Súbitamente, el abogado del cliente abrió la puerta y caminó rápidamente hasta la mesa. Salamanca se incorporó y lo alcanzó; ambos se sentaron a la mesa junto a Pruit.

–Aquí están sus honorarios. El señor les agradece la eficiencia para resolver el caso. Ustedes entenderán que en estos momentos, embargado por la pena, le resulta imposible atenderlos personalmente y agradecerles sus servicios.

–No se preocupe, entendemos perfectamente –Replicó Salamanca, a la vez que se guardaba el cheque en la cartera. Dele nuestras condolencias.

Se dirigieron a la salida y antes de abandonar la casa, el abogado los alcanzó.

–No está de más recordarles que el señor agradecerá su discreción respecto a los desafortunados eventos de esta noche –Y después de una trémula sonrisa, cerró la enorme puerta de madera.

Abordaron el auto y rápidamente salieron de la propiedad. Ambos sabían perfectamente que en esos momentos el cliente estaba por matar al asesino de su hija, en alguno de los cuartos del enorme sótano de su residencia.

No era la primera vez que partían juntos después de haber resuelto el misterio de un asesinato, quizá por eso ya no sentían la necesidad de platicar. Hablar es una forma de revivir, de estimular las alternativas que no fueron o no se quisieron contemplar; la comunicación es una suerte de revelador fotográfico, que no tarda en exhibir los valores que respaldaron las decisiones tomadas.

–Sígueme contando de tu sueño.

Él retomó la historia de inmediato para olvidarse momentáneamente de la atrocidad que fraguó y recién dejó atrás.

Salamanca se mezclaba con los bailarines, por momentos creía estar en otro castillo, otro lugar porque la danza era muy rápida. Cuando volteó para buscar al Marqués, ya no estaba. Con la marea de gente que bailaba recorría una y otra vez todo el salón. Intentaba inútilmente zafarse, salir de ahí pero no podía; cada vez que creía estar fuera, aparecían más y más bailarines a su alrededor. Una vez librado, se percató que estaba en una habitación solitaria, vacía, sin ruido. Al fondo, la entrada a otra habitación que se parecía a la que transitaba, aunque de apariencia lúgubre. Miró los grandes cuadros que adornaban las paredes. A la derecha estaba la pintura de un tigre de bengala saltando; destacaban sus negras garras y sus tremendas fauces. Al frente, en la parte superior, sobre la entrada a la habitación contigua, la pintura de un chacal negro y malherido yacía sobre un peñasco en una bella planicie. Sobre la pared de la izquierda, el cuadro de una serpiente escapando hacia el horizonte en un desierto. Salamanca recorría ese enorme salón; miraba una y otra vez las tres pinturas. Al llegar a la entrada de la otra habitación, se dio vuelta y miró una cuarta pintura que al principio no advirtió por estar sobre la entrada de la sala que se disponía abandonar. Se trataba de una hermosa lechuza blanca, apostada en la rama de un árbol; era de noche y de las cuatro, era la más enigmática: la única que tenía signos que sustituían a otros elementos, por ejemplo, en lugar de la luna estaban seis estrellas que iluminaban la escena; en vez de un árbol con hojas verdes, éstas estaban sustituidas por las letras de algún alfabeto. A lo lejos se veía una hilera de hombres marchando de derecha a izquierda; el primero de la fila no tenía cabeza. Salamanca recordaba con especial interés la penetrante mirada de la lechuza; sus ojos más que ver parecían escrutar.

Margarita se quedó pensando, en su mente buscó darle una interpretación racional al sueño. Segundos después sonrió con satisfacción; mientras volteó hacia él.

–No me has dicho por qué elegiste al amigo del cliente como culpable y no al ex esposo de su hija. Hubiera sido más lógico por cómo terminaron su relación.

–Fue sencillo. El cliente es de esos tipos que saben lo que quieren. Buscaba un culpable, me contrató y se lo di. Si bien su ex yerno fue un candidato interesante dado que se casó con la hija del cliente sólo por interés económico y de estatus social, y al que le hubiera podido sembrar las evidencias sin mayor problema, al final no resultó tan atractivo. Tuve que considerar que el cliente siempre lo vio y lo ve, como su aprendiz en el manejo de sus negocios, incluso después de la separación.

–Sigo pensando que hubiese sido mejor culparlo a él que al amigo –Reviró Margarita como si no hubiera escuchado o entendido la explicación.

–No, el amigo era más atractivo como culpable porque se conocían desde la infancia –Replicó Salamanca como quien tiene un as bajo la manga–. Su sociedad empresarial inició y fructificó bajo el signo de la hermandad; eran casi hermanos. Hasta en los estatutos del consorcio estaba estipulado que si alguno de ellos, al morir, no contaba con descendientes o esposa, las acciones y todo tipo de bienes muebles e inmuebles pasarían a formar parte del patrimonio del socio –Concluyó triunfal sus alegatos: Además, tuve que aprovechar la inexplicable y violenta ruptura entre la hija y el amigo, días atrás.

–¿Y tú cómo sabes eso?

–Me gusta mi trabajo, Margarita, y me gusta hacerlo bien –Volteó a verla y le guiñó el ojo–. La fortuna me sonrió, nuevamente, cuando descubrí que mantuvieron una relación.

–Vamos, eso ni lo sospechabas hasta que te conseguí los videos de las cámaras de seguridad; sólo mantuvieron una bonita relación a espaldas del cliente. Esa condición de relación secreta fue lo que te permitió armar el caso tal y como te convino.

–Por cierto, ¿cómo los conseguiste?

–Me gusta mi trabajo, Noel, y me gusta hacerlo bien –Le devolvió el guiñó, pero continuó hablando con molestia– Cualquiera diría que eres un asesino a sueldo. Que culpes a gente que hasta ahora no hayan sido del todo una palomitas blancas, te lo paso; matar gente es otra cosa, cabrón.

–Yo nada más armo y resuelvo los casos que me encargan.

–Te los encargan porque tú los fabricas.

–¡Y porque tú me acercas a los clientes! No te des golpes de pecho que no te quedan, Margarita.

–No es igual… ¡Tú culpas y decides la suerte de gente inocente!

–Es cuestión de semántica,… nada más.

Pruit lo miró con la admiración que quiere ser ironía y sólo llega a permisividad burlona –Termina de contarme tu sueño.

Salamanca siguió manejando y con otro tono de voz continuó reseñando.

Antes de adentrarse en el lúgubre salón inmediato al de las grandes pinturas, algo llamó su atención y, como todo sueño, regido por leyes inextricables, abruptamente ya estaba observando por detrás al Marqués de Villena; estaba en la terraza sur del castillo, en el balcón, sobre la pronunciada pendiente de esa ladera. Mientras se acercaba, iba descubriendo con terror que sostenía con sus brazos a su amada Isabel. No había barandal, por lo cual la escena se tornaba aún más dramática. Por alguna razón, Salamanca no podía acercarse más, ni ver la cara del Marqués, solamente su crespo cabello cano y abundante. En el sueño alguien o algo le decía a Noel que el Marqués estaba llorando y sufriendo profundamente, porque no iba a detener por mucho tiempo más a su esposa. La sorpresa es que a la vez que Isabel fue soltada y caía, Noel también fue cayendo en la cuenta de que fueron sus manos quienes la dejaron caer: ¡él era el Marqués de Villena! Vio con espanto y terror, al borde de la terraza, cómo la figura de su amada desaparecía tragada por la bruma de un frío crepúsculo. Se agarró la cabeza y al tocar su cabello confirmó con algo de nauseas que él era el Marqués, quien decía perseguir al asesino.

–Hay una parte de las historia del cliente que dudo que conozcas.

Noel soltó una fuerte carcajada; al terminar, la tenue sonrisa que le sobrevivió, también se extinguió ante la seriedad de Margarita.

–El cliente manipuló la vida de su amigo, desde antes que firmaran los estatutos. Le presentó a la que con el tiempo se convirtió en su esposa, él ya sabía que ella era estéril. Desde un principio tramó quedarse con todo.

–¡Pero qué hijo de la chingada!… –Sorprendido volteó de reojo a ver a Pruit.

–No termina ahí. El cliente, convencido de que su amigo no tendría descendencia, dado que amaba mucho a su esposa como para separarse por ese motivo, se tranquilizó por un tiempo. El asunto lo reventó la esposa del amigo a quien le entró la idea de adoptar. El cliente la mató. ¿Sabes cómo murió? –Margarita miró fijamente a Noel, que entretenido miraba pasar a unos peatones, bajo la luz roja– Fue encontrada al borde de una ladera; las autoridades cerraron el caso y declararon muerte accidental.

–¡Pero qué hijo de puta!… –Aceleró con el afán de disimular la incomodidad que le causó saber que Margarita conocía más detalles del caso.

–Todavía no termino. Cuando nació la hija del cliente, a éste le pareció normal el profundo cariño que su amigo le tomó a su hija, dado que recién había perdido su futuro familiar, al morir su esposa. Lo que el cliente nunca supo, y quién sabe si su amigo se lo confesó al borde de su muerte, si es que ya ocurrió, es que éste era el padre biológico de la hija del cliente. ¿Recuerdas la ruptura entre la hija y el amigo del cliente, a qué crees que se debió? –Salamanca levantó las cejas sin dejar de mirar la avenida– Pues el amigo del cliente le reveló que era su verdadero padre; pero ella no pudo aceptarlo inmediatamente.

–¡No te puedo creer!, ¿pero cómo es que sabes todos estos detalles?

–Ya te dije, me gusta mi trabajo, y me gusta hacerlo bien. De cualquier forma, te volvió a salir bien el show. Déjame en el semáforo de Parroquia, quiero a pasar a la tienda a comprarme un vestido; tengo una fiesta hoy por la noche

No cuestionó la petición. Se despidió de ella no sin mirar sus hermosos ojos verdes. Luego, la vio alejarse tranquilamente con su larga y pelirroja cabellera rizada.