sábado, 25 de septiembre de 2010

Tu Aroma y tus Sedas Marrones

Tu aroma es un éxito de la naturaleza,
que aprueba el desborde de tu pasión;
también prestidigitador que reta mis destrezas
en las artes para estimular tu flor.

Tu aroma me inventa como el destinatario
ignoto que cursa tus sedas marrones.
Mi amor trasmina el desaliento del sedentario;
lacta mi hombría por tus corredores.

Extiendes tu sensualidad por tus brazos y tus piernas;
El futuro es difuso en la cama.
Tus labios son pinceles, la luna es tu acuarela;
hoy mi cuerpo es tu lienzo; pinta en él las secuelas.

Tú te mueves y descansas inmanente a mi pieza.
Yo ensayo sobre tus sedas marrones.
Sos impasible y tormenta; luego, húmeda tierra;
el remanso de mis avatares cada que despiertas.

Tu aroma es un éxito de la naturaleza,
que aprueba el desborde de tu pasión;
también prestidigitador que reta mis destrezas
en las artes para estimular tu flor.

Tu aroma me inventa como el destinatario
ignoto que cursa tus sedas marrones.
Mi amor trasmina el cansancio de los sedentarios;
lacta mi hombría por tus corredores.

jueves, 16 de septiembre de 2010

El Síndrome de la Tortolita

Voy caminando por las calles empedradas de la ciudad de Guanajuato. Calles de subida y de bajada. Voy llegando al cruce de Camino Lotario y Municipio libre, doblo a la izquierda sobre ésta. Llegamos a esta ciudad hace más de 80 años; esto sólo eran laderas verdes. Al finalizar, giro a la derecha para agarrar Avenida Ashland. Acá murieron mis padres, mis hermanos y mi esposa, a quien conocí en San Miguel. Casi llego al Parque de las Ranas; esta calle tiene una pendiente bastante inclinada y en descenso; por fin llego, Avenida Miguel Hidalgo.

Suelo venir todas las mañanas a caminar por la vereda que rodea al parque. De viejo, uno se acostumbra a tantas cosas con demasiada facilidad. A las señoras que vienen a ejercitarse y que al verme pasar me sonríen o saludan, pero con quienes jamás logro platicar. O aquel joven que siempre está corriendo y viendo su reloj, y que nunca me mira. Las gorditas, madre e hija, que nunca empiezan a correr y nomás se la pasan caminando alrededor del campo.

Entre tanta cosa que uno puede ver en el parque, perros, zanates, ardillas y demás, lo que más llama mi atención son las tortolitas. Desde niño, en Guadalajara, las miraba, pero sólo significaban aves que comían y volaban; hoy, advierto en estos animalitos muchas más cosas que su simple forma graciosa de caminar. Con base en años de observación, he logrado descubrir cierto sistema en su comportamiento.

Las tortolitas caminan y caminan como si estuvieran calibrando la calidad de recepción de un radar interno. Sus miradas no ayudan mucho a deshacerse de esta impresión, porque parece que un hilo invisible las ata al mundo que las circunda; miradas que rara vez son interrumpidas por un parpadeo.

Lo interesante sucede cuando, por alguna desconocida razón, las palomas se enganchan de algún objeto en movimiento; una vez que lo detectan y que les interesa, avanzan hacia él. Pareciera que pretenden ser sagaces cazadoras y mientras más se acerca el objeto elegido, más apresuran su paso que no por rápido deja de ser gracioso. Luego la velocidad se les sale de control y más que avanzar con prisa lucen precipitadas, como si un apéndice de la fuerza de gravedad las dominara. Cuando la colisión parece ineludible, abruptamente lo esquivan y se alejan ilesas, como si fueran las víctimas de una confabulación urdida bajo la frágil penumbra de que es capaz una persona, casi al mediodía. Se alejan espantadas y salvadas, casi agradecidas de lo que ellas mismas iban a provocar. Buscan su miedo para reafirmarlo y confirmarlo; no lo niegan, no lo esconden, no lo curan.

No son muchas las cosas que puedo hacer a los 87 años de edad, pero de las pocas con que aún me licencia la vida, es poder observar y creer que sigo aprendiendo. Cosa curiosa, en los viejos la duda es una virtud; en los jóvenes, una inseguridad. La juventud, la infancia, son recuerdos como de otra vida. Como si mi niñez me la hubiera leído mi madre en aquel libro que siempre tenía en mano cuando me llevaba a dormir, y que jamás pude leer. Alcanzo a recordar su cara y sus ojos mirándome; la luz de las velas iluminando su rostro, pero no recuerdo sonidos, olores, o el tacto de sus manos sobre mi frente y pelo, sólo recuerdo esa mano posándose ahí; de eso ya no hay rastros en mi vida. Ni siquiera siento nostalgia, sólo el puro pensamiento. Únicamente cuando alguno de mis hijos o nietos me preguntan por ella, es cuando las remembranzas se iluminan un poco y logro recordar sonidos o alguno que otro detalle. Quizás no, quizás sólo sea el efecto de la alegría que me da cuando los veo interesados en mi pasado. Decir el nombre de mi madre en silencio o hablarlo frente a mis nietos es algo totalmente distinto.

Dios mío, ¿qué soy yo?, un viejo de 87 años que a veces se olvida hasta de su cumpleaños. Cansado de caminar y de los caminos empedrados; cansado y descansando en este columpio que sirve para divertir niños que tienen tanto por vivir. Ahora los jóvenes se suicidan; en mis tiempos eso no pasaba, son males que trajo este nuevo siglo.

La muerte, morir. Hace años que no me enfermo. A veces pienso que me voy a ir de un solo jalón. Casi todos mi amigos se fueron poquito a poco. José y su dicho: “si el agua destruye puentes y caminos, qué no hará con mis intestinos”, previo a cada borrachera que se ponía. Lo hacía parecer tan fácil. El único que se fue de una sola vez fue Artemio y eso por tanto deber en el juego; lo mataron. Y yo me quedé viejo y solo, cada vez más terco, cada vez más ingenuo; porque a los viejos es casi imposible que nos convenzan de algo, pero sumamente fácil que nos engañen.

La muerte, morir. Hace años que no me enfermo. A veces pienso que me voy a ir de un solo jalón. No me da miedo, pero a veces pienso que eso de irse a cuentagotas es mejor porque a uno le da tiempo de irse despidiendo, de irse haciendo a la idea; que los demás se vayan preparando, pero irse de sopetón; así, sin avisar. Nula justicia de un fin así, para una vida tan saludable como la mía; sin embargo, lo prefiero al dolor constante que gestiona con urgencia la muerte.

La muerte, morir. Hace años que no me enfermo. A veces pienso que me voy a ir de un solo jalón. Siempre llego al mismo lugar: mi muerte que parece tan ilusoria como mi lejana infancia. No tengo ya de dónde agarrarme. La muerte, morir. Hace años que no me enfermo. A veces pienso que me voy a ir de un solo jalón.

Voy a sacar la foto de mi nietecita.


Puta madre, otra pinche vueltecita y dejo de correr. No logro recordar cuánto dura esta canción de Rx Bandits, pero creo que eran casi siete minutos. Ya, con esta vuelta entonces llevo corriendo más de 15. A ver… méndiga tortolita, hazte a un lado… ¡no te cruces, no mames!…

–A ver chavo, deja te ayudo a levantarte. ¿Qué onda, estás bien? –Me pregunta este señor, preocupado; parece que no vio que evité pisar a la tortolita.

–Sí, gracias amigo. Lo que pasa es que por no pisar a la tortolita, me hice a un lado sin perder el paso, y pise mal este borde y me caí –Le respondo sin decirle que estaba sintiendo inflamado mi pie izquierdo. En unos minutos me empezaría a doler, pensé.

¿Por qué doy tantas explicaciones? Seguramente para que este tipo se le ocurra preguntarme si me lastimé y poderme quejar con amplitud. El tipo se va y yo cojeo hasta llegar a unos columpios; en uno de ellos está un señor ya grande. Se parece al actor Eli Wallach. Lo miro, pero no deja de mirar una foto. Ni se inmuta por mi presencia, ni sabe que estoy lastimado.

Tal vez me deba tomar el día, es viernes y para el lunes ya estaré sano de mi pie. Estas torceduras son latosas, no dejan trabajar en paz, son una distracción y ahora con las bases de datos no me puedo dar el lujo de trabajar distraído.

Lo malo es que andan recortando personal, pero no creo que me toque. No es que sea Imprescindible, pero casi-casi.

Mejor le voy a hablar a Silvia que hoy no voy a trabajar, para que se venga. Son casi las doce; de León acá es hora y media. Aunque con esta pata mala… Bueno.

Quedarme sin trabajo, desempleado. Al chavo que vino de México lo cortaron por purito capricho de Leonel. No me llevo bien con él, pero no creo que empiece a utilizar esta tercera falta en el semestre como excusa. Soy gente del delegado regional, un hombre del sindicato magisterial, prácticamente intocable.

–Jefatura de Prospectiva, buenos días.

–Hola Claudia, soy yo. No voy a ir a la oficina, estoy enfermo. Sólo te pido que le comuniques a Constancia si no hay problema, y después te vas a mi PC; cuando estés en Excel, me marcas al celular, ¿vale?

–Muy bien licenciado.

Silvia. ¿Cómo te fuiste a enamorar de mí? Estás casada y estás sola. ¿Por qué no me enamoré de ti? Para qué me hago güey, sólo la quería enamorar y lo logré y aún así no es suficiente. Podría querer que deje a su marido, que se venga a vivir conmigo, ¿y luego qué?

Y la secretaria de Leonel que es más coqueta que las de Rebelde. Pero no, ese pollo es del él; ahí sí con todo y mis contactos se iría sobre mí, el perro.

El siguiente pinche sexenio voy a estar más cerca de la dirección general, ¡agüevo!, me cae.

Quedarme sin trabajo, desempleado. Eso no puedo permitirlo. No puedo desaprovechar mis contactos; mi tío es íntimo del delegado, no. Tal vez no sea tan buena idea dejar de ir a la oficina.

Sólo tengo que apretar el botón para que Silvia venga. Sólo tengo que apretar el botón para decirle a Claudia que voy para allá. Quedarme sin trabajo, desempleado.

Hace tiempo estuve dos años y medio sin poder encontrar empleo. A veces uno se pregunta de qué sirve estudiar cuando lo que se busca es dinero. Claro, parece una pregunta recurrente en los estratos sociales medio y bajos. En los altos segmentos socioeconómicos el estudio es una herramienta para consolidarse; en los medios y bajos, un utensilio para este alpinismo, nada más.

–Claudia, olvídalo; voy para allá.


Pablito tenía cinco años, le gustaba correr en el parque, le gustaba mecerse en el columpio; le encantaba subirse a la resbaladilla, pero no por las escaleras como sus amigos, sino por la propia resbaladilla resbaladiza. Pablito no iba a la escuela. Se la pasaba con su madre todo el día. Pablito disfrutaba mucho, pero había una cosa que dejaba para el final de sus juegos matutinos: la persecución de tortolitas.

Era divertidísimo para él intentar agarrar una. En varios meses de práctica, sólo una vez lo había conseguido.

La primera cuestión grave que Pablito se planteó en su vida fue: ¿si yo ya puedo correr y estoy más grande que la tortolita, por qué no puedo alcanzarla? Si él asistiera a la escuela o su madre se preocupara por leerle algunos cuentos, seguramente hubiera aprendido algunas palabras más y sus significados, que le pudieran ayudar a razonar que no era una cuestión de velocidad, sino de habilidad. Pablito podía intuirlo, algo en su cabeza le decía que algo faltaba para alcanzarla, algo que no conocía. Era cuestión de tiempo, experiencia o de palabras, conceptos y razonamientos.

–Pablo, no te alejes tanto que no puedo verte –le grito su madre desde la tienda que atendía.

Pablito estaba persiguiendo una tortolita y luego otra y otra. No lograba tomar ninguna.

Te agarro. Me agacho. No. Así. No. Así. Ya casi. Ven tortolita. Ven. Ay. Me canso. Déjate alcanzar. Ya. Sí. No. Pasto. Tierra. Sus patitas muy rápidas. Es más rápida. No puedo. No quiere. Me canso. Ven tortolita. Mejor otra. Ven tortolita. Ya casi. Ay. Me pegué. Me duele. No está Mamá. No lloro. No está. Me arde. Corro. Te agarré tortolita.

Me sorprendió Pablito. Sin necesidad de aprender otras palabras, conceptos y razonamientos, su cuerpo y su mente lograron entender qué hacer para agarrar a las tortolitas. Es increíble ver el momento del aprendizaje; la aprehensión misma en su devenir. Ocurre como un milagro de la naturaleza. La narración de ese hecho empobrece el acto; únicamente me arriesgo a decir que vi a Pablito aprehender su método para agarrar tortolitas.

Él soltó a la tortolita, pero se veía seguro de ello y persiguió a otra y logró agarrarla también. No únicamente aplicó velocidad, sino que aprendió a usar un movimiento de cadera con el que lograba adelantarse a la tortolita en cuestión, cuando esta cambiaba abruptamente de camino. Pero además, aprendió a correr un poco en cuclillas, lo cual evitaba que perdiera tiempo en agacharse; cedía algo de velocidad a cambio de acortar un poco la distancia. Pero también pasó algo inaudito, por lo menos inesperado para mí.

Pablito estuvo agarrando cuantas tortolitas se propuso. Pronto, se dio cuenta que su madre no lo estaba mirando y se fue corriendo a la tienda. Al llegar, abrazó a su madre, le rodeó las piernas con sus bracitos.

–¿Qué pasó hijo, pudiste agarrar alguna?

–No mamá, quiero que tú me veas con ellas.

–Está bien, mi amor; el domingo que no trabajo venimos y jugamos con ellas, ¿está bien? –le respondió ella amorosamente, mientras le decía a un cliente, que se le había caído una foto al suelo.

–Pablito, dale esa foto al señor, mientras voy a cambiar este billete.

–A ver niño –Le habló el señor con una gran sonrisa.

–Debes tener la edad de mi nieta, es la de la foto.

–¿Sabes?, deberías decirle a tu madre lo que aprendiste hoy.

domingo, 5 de septiembre de 2010

El Barrio

Llegué tarde… pero ya estoy aquí.


Estar en el barrio era cabrón; crecer en el barrio estaba más cabrón. En el barrio eras puto o eras chingón y si te dejabas hacer el iris no te bajaban de pendejón. Así de cerrada era la alternativa de ser, como cerradas eran las calles al caminarlas si querías pasarlas; su achicamiento me sorprendía; las paredes y cortinas de metal se te iban encima si intentabas escapar. Las calles de ciertos barrios, una vez que te han mojado, no te dejan volar más allá del vecindario.

El barrio siempre dejaba lecciones, pero había pendejos que nunca las entendían y astutos que las sabían aprovechar y, muy de vez en cuando, lograban escapar de la calle.

En el barrio no se crecía, ni se obtenía respeto o se inspiraba temor con el paso de los años; a éstos se los tomaba de volada, se los amachinaba.

Soy el menor de tres hermanos; Joaquín y Osvaldo, a pesar de ser los mayores, no eran más altos que yo; no en el tiempo en que yo empezaba a juntarme con los valedores de la cuadra. Yo era gordo y lento, a diferencia de ellos que iban al Gym.

Un día que jugábamos fútbol en la calle, me tenían de portero porque era muy torpe con las patas. Un vale del equipo rival, al que le decíamos el Botana, se acercó muy rápido y cerca de mí disparo a portería; no tuve tiempo de meter las manos y me dio en la cara; me ardió muchísimo el cachete izquierdo. Disparó tres veces más y todas pegaron en mi cuerpo; fui incapaz de instrumentar respuesta con mis brazos, había sido fusilado, pero el cabrón no metió gol.

Quedé abatido y batido en la calle, entre las dos piedras que marcaban la portería. Los de mi equipo fueron por mí. Pensé que se burlarían.

–Pinche Montoya, ahora sí te la rifaste, pinche gordito… –decía alguien, pero no sabía quién porque todos se empezaron a amontonar en torno a mí. Al final me hicieron bolita, pero desde esa tarde todo empezó a ser diferente.

Por la noche, mis carnales me dijeron que para pararle los cañonazos al Botana había que tener güevos. Me miraban como si hubiera pasado con diez todas las materias de la escuela.

Al otro día mis valedores ya no me cargaban calor, de hecho hubo mucho silencio porque siempre yo era el blanco de la carrilla. Entonces, alguien más empezó a ocupar ese detestable lugar. Incluso el Botana me empezó a saludar; antes ni me miraba.

Cuatro o cinco años después, el Jaramo era el nuevo líder de la cuadra; al Botana lo habían matado en una riña afuera de un congal que estaba cerca de la casa. A mí se me había quitado lo gordo y me había puesto mamado. Mis hermanos se habían ido de mojados a Houston, al gabacho. Por la fama que dejaron en el barrio, conmigo nadie se metía.

Otra tarde jugábamos fútbol, el chavito que era nuestro portero estaba más güey que yo, pero no había otro. Al despejar, voló la pelota a una casa abandonada. El pobre tenía la cara toda asustada, estaba muy nervioso y ni modo.

–¡Órale pinche Ardiles, lánzate por la pelota! –gritó el Jaramo fuerte y muy serio, mientras nos veía a todos dijo: –¡Y que nadie le ayude!

El pobre Ardiles, no sabía ni qué hacer. Ahí estaba paradito y lastimándose las manos con la reja sin poderse aferrar a las varillas sueltas para empezar a escalar la verja y luego saltarse al otro lado. Estaba muy alto para él, con sus bracitos enclenques. En eso agarré y me levanté; fui hasta donde estaba el chavito. Entrelacé mis dedos con las palmas hacia arriba y formé un escalón: –Vas Ardiles.

Pronto aventó la pelota desde el otro lado de la reja, y su regreso ya fue más fácil, porque agarró confianza.

La bronca fue que al voltear a ver dónde caía la bola, sentí un puñetazo en la cara; el Jaramo se me abalanzó. Pues cómo no, si no lo había obedecido. Me le dejé ir y por puro instinto le acomodé dos o tres guamazos en su cara, pero al final me surtió bien chido. Me partió los labios y me dejó el ojo de cotorra.

Nuevamente todo cambió. Ya no se metían conmigo sólo por ser hermano de Joaco y de Oz, sino porque me había peleado con el Jaramo y, como decían mis hermanos mayores: hay que tener güevos para eso.

Incluso varios chavos me empezaban a seguir o me preguntaban que qué hacíamos; pero no, el Jaramo seguía siendo el líder; además, nos hicimos amigos desde esa pelea que tuvimos.

Una noche nos cambiamos de casa porque mi madre se casó con un señor muy educado y de buena posición socioeconómica. Vi que quería mucho a mi madre y lo empecé a admirar por otras razones, también empecé a imitar sus reacciones y razones. Mi vida cambió por completo. La casa a donde nos fuimos a vivir era muy grande y estaba ubicada en una colonia diametralmente opuesta, en todos los sentidos, a la del barrio donde me crié. El ambiente escolar también fue distinto; mucho mejor. Tuve compañeros y amigos muy diferentes. Años después me di cuenta que era uno de esos juniors que tanto criticábamos en la infancia mis hermanos y yo, cuando estábamos sentados en los parques cercanos a la casa. Dejé de utilizar las palabras de la calle, el caló, las señas; muchos códigos y los sitios de reunión.

Mi madre vivió sumamente contenta todo este cambio; nunca la había visto así desde que mi padre vivía con nosotros. Mi padrastro fue muy buena persona con ambos. A mí me pagó los estudios; incluso financió parte de los viajes para estar ahora frente a esta universidad londinense con la carta de aceptación en mano, en esta fría calle Portugal, frente a la Waterstones bookstore.

Del barrio conservo las lecturas de la vida y de la gente; nunca olvidaré que en la callé aprendí a leer los rostros, los ademanes y las gesticulaciones; mejor aún, los tonos de la voz y el movimiento de los pies. La traición o la mentira no tienen olor, pero son tan pesados, complejos y sofisticados que, por esta composición, comportan demasiada arrogancia, y por ello son fácilmente identificables. Si uno sale del barrio, no lo hace ileso. Éste enseña, pero también induce muchos vicios; uno de ellos es el miedo en su forma más mordaz y tenaz: la desconfianza.

Todavía, cuando voy caminando por ahí y alguien grita “¡Ese Montoya, chinga tu madre!”, por alguna lejana y emotiva razón, aunque sé que no se refieren a mí, suelo voltear con lentitud sin sentirme aludido; en ese trayecto muscular, mientras mis pies avanzan y mi cabeza gira hacia atrás, mi cuerpo se va convirtiendo en la abrupta y fugaz charnela de dos mundos que se distancian cada vez más y más…