domingo, 29 de agosto de 2010

El Jazz de Heráclito García; Ensayo

Heráclito García caminaba, como todos los días, para llegar al trabajo mientras pensaba cosas y en situaciones increíbles, porque sentía que en su vida lo que prevalecía era lo contrario: lo posible, imaginable, hasta lo probable. Semanas atrás había aprendido a vivir sin unos cuantos complejos, mismos que le habían servido para interactuar con los demás aunque de una manera deficiente si lo que pretendía era comunicar.

Dos actos signaban su vida desde el pasado hondo de su juventud. Él pensaba que eran hechos aislados, pero esa impresión no era más que una estratagema de su miedo que podía resumirse así: “Era maestro de música porque tuvo miedo de realizar su amor”.

No temió al rechazo ni a la aceptación; simplemente desconfió, dejó de creer en Carolina. Ni siquiera tuvo dudas; fue un giro abrupto, un argumento de su soledad para materializar un fracaso ¿sorpresivo? Ya era el miedo por el miedo; éste se le había convertido en un artefacto casi voluntario. Hay momentos en los que el miedo precisa de situaciones y objetos para manifestarse; empero, cuando se independiza de aquéllos, es cuando empieza a mediar y justificar lo actitudinal.

Pero esto fue hace muchos años, tantos que ya no quedan rastros tangibles en su personalidad y forma de conducirse. Hay otro suceso que marcó su vida para siempre y que probablemente sin él, Heráclito ahora sería un ermitaño que ni siquiera aspiraría a ser nombrado.

Sabía que el auditorio estaba lleno; ya había interpretado dos piezas. Ahora todo dependía de 15 minutos más. Por aquel tiempo conoció a Carolina. En la segunda cita, se dejó arrebatar por la audacia y la besó y pasó la noche con ella. La pieza que iba a interpretar era de su autoría y aunque el tema no era ella, no había nota ni rincón del pentagrama que no estuviera humectado de esa chilena pelirroja.

Mientras subía al escenario, tuvo una idea. El segundo movimiento era demasiado lento y no confiaba más en él. En el tercer escalón decidió omitirlo e improvisar. Se jugaba todo el certamen, el prestigio que empezaba a construir. Recordó la primera vez que tomó una guitarra, cuando su madre le enseñó a tomarla. Sintió nuevamente la tensión de la sexta cuerda, el dolor en las yemas de sus dedos y en sus muñecas. Terminó de ascender los escalones y caminaba por el escenario.

Los acordes, los arpegios, el truco para ahogar el sonido de la primera o segunda cuerdas al intercambiarlas indistintamente, en un movimiento brusco. El contrapunteo, la escansión y la cuerda que casi se rompió. Fue estruendoso el aplauso recibido. Supo que aunque no ganara el concurso, era ya el mejor guitarrista en esa gran sala, incluyendo a los del jurado.

Heráclito García ya estaba cerca de la vieja Escuela Nacional de Música y se detuvo un rato frente a ella para terminarse su cigarrillo.

Los siguientes años a la ruptura con Carolina, no hubo una conexión nítida entre ese pasado y lo que fue Heráclito después. Él lo sabía, pero no abundaba en eso porque era meterse en honduras no aptas para el silencio con el que había decidido vivir.

Todo cambió la última noche de agosto de 2008 cuando, desde la ventanilla de su auto, vio a Carolina caminando por la calle. No iba sola, pero eso no le importó; lo conmovió no tener los arrestos para mirarla. Se sintió invadido por una cobardía ajena. Por fin se dio cuenta de que se había equivocado, que 20 años era mucho tiempo, pero que no era toda su vida, y que si aún tenía un día más de vida, sería suficiente para intentar el cambio.

Desde esa noche tomó la costumbre de pensar en cosas increíbles, fantásticas, complejas; también desde esa noche se volvió más predecible. Aún no sabía que en el territorio de la simpleza se pasea la maravilla.

Empezó a asistir a sesiones con una psicoanalista. Le tomó mucho tiempo comprender que entre la improvisación en el concurso de guitarra y la desconfianza que antecedió a la ruptura con Carolina, había tantas cosas por revisar y que aquéllas no eran más que las fronteras con las que desde entonces había limitado su vida; aún más, que se trataba de un sólo síntoma.

Se empezaba a enojar con mayor facilidad; eso le agradaba porque suponía una respuesta, una sensación que había desaprendido en todo ese tiempo. Luego se dio cuenta que su terapeuta le había enseñado a leer y escribir con un lenguaje distinto, que no había sospechado. Supo que la improvisación en el concurso y la desconfianza que sintió por Carolina, venían del mismo lugar. Fueron rumores del mismo viento: el miedo.

Heráclito se quedó pasmado. Fue como detenerse y descubrir que del cielo ha caído un megalito y a penas se hubiera salvado de morir aplastado. Dio varios pasos para atrás, para poder cuantificar y calificar lo que estaba observando. A medida que retrocedía, la enorme piedra iba adquiriendo diferentes significados; de pronto, la advirtió como un sistema complejo y que varias incógnitas tenían solución múltiple. Alcanzó a distinguir alfabetos que no requerían de fonación alguna. Identificó varios aromas del pasado, de aquel dulce de higo que preparaba la abuela, de aquellos gases que tuvo su primera novia cuando se enfermó. Mientras más se alejaba, el megalito se iba descomponiendo hasta que quedó sólo una lente de cristal impecable, y empezó a ver la vida con ésta. Luego, se dio cuenta que él era esa lupa.

Dos noches atrás, estuvo en una reunión y no supo ser “él” porque ya no era más “él” porque “él” se había vuelto una palabra que ya sólo apelaba a quien había sido hasta hace poco. Fue incapaz de relacionarse con viejos amigos porque lo había venido haciendo por medio de los complejos del miedo. Había aprendido, sin estar consciente de ello, a afianzar sus amistades con los andamiajes del temor. Como aquella noche en la terraza cuando creyó que le expresaba su admiración a uno de sus colegas, en realidad le estaba comunicando de una manera tangencial y eufemística, que le tenía pavor.

–Eleazar, amigo, ¿cómo has estado, cómo va la nueva producción? –le dijo mientras le estrechaba la mano e inclinaba un poco la cabeza.

–De maravilla, García. Estamos trabajando con la Filarmónica de la UNAM… No, no, no… te va a encantar, maestro; te mandaré el cd por correo. Deja voy por un trago y regreso –Heráclito se despidió con esa especie de patética reverencia con que solía saludar y despedir, sólo a sus colegas.

Ya no ocurría más eso. Las sesiones con su terapeuta si bien le enseñaron una nueva lectura de la vida, también le quitaron el instrumento con el que solía relacionarse y vivir. Esa noche aprendió que la trama es más interesante que el desenlace; que importa conocer, pero aún más la variedad con que se conoce. Sin el miedo de por medio, muchos de sus amigos le parecieron insulsos; otros, unos patanes. Al final, únicamente disfrutó de la compañía de dos de ellos, porque entendió que la admiración parte del reconocimiento propio y del otro, y no de una categorización ajena y circunstancial, que está más cerca de la mitificación. Se seguía enojando con facilidad.

Esa noche creyó enamorarse; conoció, casi al salir de la reunión, a una mujer casi totalmente diferente a Carolina, pero no fue así. Lo que ocurrió es que los ojos y mirada de esa mujer fueron para él, ahora sí “él”, como cuando se riega la tierra seca, y al cabo de unos segundos, lo que parecía inerte empieza a desprender un ancho aroma que con fuerza respiramos esperando que nos inunde el alma y el cuerpo; olor del que sabemos la fórmula para lograr y sin embargo no lo hacemos.

Esa noche creyó enamorarse, pero no, simplemente sintió y empezó a reconocer su pasión. De alguna manera esos ojos y esa mirada le devolvieron la pasión por componer, por inventar. Ver una mujer hermosa sin el miedo como instrumento de aproximación fue el acto más simple y sensible.

Se fue a su casa. Antes de dormirse había decidido dos cosas, componer un jazz y renunciar a la escuela de música. Le costó algo de trabajo conciliar el sueño. Tenía demasiadas ansias por interpretar nuevamente ese jazz azulado y de darle la carta de renuncia al director que, por lo demás, no le caía nada bien en los últimos días.

Entrada la madrugada se despertó, y por primera vez en su vida se carcajeó de haber sido descalificado del certamen por omitir todo un movimiento e improvisar sobre el escenario. También, por vez primera, lloró como un escolar la pérdida de Carolina.

Apagó el cigarro en el tacho de basura en la entrada de la escuela; vio el árbol de jacarandas y el naranjo, imponentes; se acordó del tango y fue empezar de nuevo otra vez.