domingo, 15 de noviembre de 2009

Josefina Martínez

Si no mal recuerdo, alguna vez Borges sugirió que un hombre debía ser todos los hombres para conformar su destino último. Esto equivale a decir, según mi juicio, que una persona tendría que experimentar todos los azares que le permita su tiempo para poder consumarse en sí misma.


Algo así se me figura la historia de Josefina Martínez que comenzó en Tacubaya, al poniente de la Ciudad de México, en 1908, en la calle General Cano. Cuando tuvo diez años, entendió el porqué su madre, Valentina Milán, solía encerrarla junto con sus hermanos Rosa y Julio, en el sótano de la casa.


Por aquel entonces, los soldados carrancistas solían entrar a las casas y, entre otras cosas, llevarse a las mujeres en calidad de guachas. Josefina tendría cuatro o cinco años, pero el temor de doña Valentina era por su otra hija de 14.


Casi no tuvo amigos porque su madre se la llevaba a las campañas militares del General Pablo González Garza, por el centro y norte del país. Doña Valentina fue muy conocida en el barrio de Tacubaya por sus excelentes guisos, poseyó una sazón sin igual. Prueba de ello es que el General, una vez que probó su cocina, no volvió a emprender campaña alguna sin llevársela de cocinera. Así, Josefina conoció en su niñez gran parte de la República mexicana, aunque en realidad nunca descendió del tren; le daba miedo alejarse demasiado de su madre.


Cuando se acabaron las campañas militares para el General González Garza, doña Valentina continuó cocinando para él, y Josefina empezó a asistir a la escuela con regularidad; ahí conoció a Dagmar, hija de inmigrantes alemanes, quien fue su mejor y única amiga en la vida.


Camino a su casa, Josefina solía encontrarse al General Pablo González quien con pipa en mano, la detenía con un grito marcial:


–¡Quieta ahí, Josefa; dime!, ¿cuáles son tus calificaciones?–.


–Diez, General –respondía ella con la mirada en el suelo–.


–Muy bien, Josefa… pero donde saques ocho o nueve, te mando ajusilar, ¿entendiste? –le decía González Garza mientras le hacía un cariño con la mano en la cabeza y ella se echaba a correr.


Temerosa como siempre, ella acostumbraba responder con la verdad, que a esa edad no se piensa sólo se dice. En esos tiempos únicamente había dos alternativas: mostrar miedo u ocultarlo bien.


Fue una época llena de acontecimientos que cambiaron el rostro de los habitantes del país antes que a éste. Hay sucesos históricos que, primeramente, reconfiguran los rasgos de una nación, lo cual incide en el cambio de sus habitantes. Éste no fue el caso. Las guerras civiles, en particular, componen y recomponen los roles sociales de mujeres y hombres, tatúan en el inconsciente colectivo actitudes proclives a una u otra cosa, a estados de ánimo, a diversas aspiraciones sociales. Las ciudades se vacían de niños y éstos, de risas.


Entonces, de manera generalizada, el miedo se desparrama sobre los pechos de los jóvenes; éstos crecen con esa especie de sanguijuela aferrada a su corazón. Un día aquél desaparece y queda un gran hueco. Ya siendo mujeres y hombres, desesperados, no saben qué hacer con esa ausencia o cómo llenarla, y empiezan a perseguir un miedo, cualquier miedo para hacerlo suyo; no lo encuentran. Y aprenden a infligirles a sus hijos algo similar a lo que antes el miedo les hacía sentir en sus flacos pechos para no sentirse tan vacíos. Eso es lo peor del miedo, sus secuelas, porque sentirlo es algo natural, inherente al ser humano y a cualquier animal. Quizás haya algo peor: pensar el miedo, pensar sus consecuencias.


La guerra, ¡oh, maldita guerra!; bestia que de todo te alimentas, que apeteces más que nada la naciente vida; no te interesas por lo moribundo y babeas por devorar la carne que vibra.


Josefina creció. Prácticamente pasó de entretenerse con muñecas de trapo a hacerlo con la búsqueda y encuentro de un marido. Todavía después de cumplidos los cuarenta años, casada y con tres hijos, no le gustaba su pasado porque éste explicaba perfectamente el deterioro material de su vida. Ella fue la única hija del segundo matrimonio de doña Valentina. Su padre fue el administrador del Bosque de Chapultepec.


Quisiera precisar que para la familia Milán, inmigrantes italianos que llegaron a México a finales del siglo XIX, Valentina fue la hija insufrible y voluntariosa que rehusó casarse con un miembro de la familia Mazzero, un prominente comerciante de su misma nacionalidad. Valentina prefirió escaparse con un arquitecto parrandero, pendenciero y mujeriego quien le dio tres hijos; el primero falleció sin haber cumplido el año.


El arquitecto falleció al poco tiempo, pero la belleza de Valentina era tal, que no tardó en volverse a casar. Cuando esto pasó, ya estaba peleada con los Milán y desheredada de su gran fortuna, ella y toda su estirpe.


También perdió a su segundo marido, el administrador del bosque.


Josefina se casó y se fue de la casa; Rosa, quien a los 15 años se había escapado con un soldado, no regresó a vivir con su madre, pero sí la visitaba; Julio, en cambio, permaneció con ella hasta su muerte. La casa se perdió porque era de la familia Milán.


Como venía contando, Josefina se casó y procreó una familia con tres hijos. Durante mucho tiempo, su marido trabajó en Estados Unidos porque con lo que ganaba en la panadería El Dial, jamás hubiera terminado de pagar el terreno recién adquirido, cerca de La Villa; ella, por supuesto, después de casada no quiso volver a trabajar.


Fueron una familia como muchas otras; vivieron sin guerra, en un país que adivinaba su prosperidad y con un gran vacío paternal en la mayoría de los hijos. Sin su marido al lado de la cama, ella aprendió a controlar a sus críos mediante un viejo truco: el miedo.


El mayor de sus hijos se convirtió en un mal ladrón que tuvo un gran golpe que lo hizo leyenda del barrio; el segundo, en un empresario menor e irregular, quizás hasta mediocre, pero el hecho de ser emprendedor le acuñó una fama benigna en los alrededores de su hogar. Su hija, la menor de los tres, fue la obediente, el impacto esperado del miedo inculcado.


Fueron hijos de una generación que les inoculó el miedo fomentado y estructurado por la Iglesia católica, institución que enseñó a muchas generaciones a transmitir el amor y el temor. La Iglesia fue el pliego emocional y sentimental que implicó todo el abanico de la experiencia humana, contuvo lo peor y lo mejor de todos; claro, los entretelones también existieron.


Los hijos de Josefina probablemente formaron parte de la primera generación de mujeres y hombres que huyeron de sus miedos sin escaparse de ellos. Los tres se casaron y los tres se separaron. Luego, el mundo cambió y el país también.


Ahora fueron los rasgos de la nación los que ocasionaron el cambio de sus habitantes. El Estado que hombres como el General Pablo González ayudaron a construir, empezó a colapsarse. Ese monstruo abrió sus fauces sólo para tragarse, por propia mano, la daga incendiada, que habría de incinerarlo desde el vientre, no para matarlo sino para tornarlo en un ser de lentos movimientos que a cada paso iría demoliendo sus propias patas: Golem mestizo y bastardo que fue animado por un diminuto pergamino, lacrado con una cruz de cera roja; documento en cuyo interior naufragó la identidad de millones de personas. Una identidad aprendida de memoria para obligarla a ser verdad; como un relámpago capturado por un espejo en la oscuridad. Estado que para muchos fue dejando un rastro de carbón al rojo vivo, al pasar.


Si son los habitantes de un país quienes provocan el cambio de este último, entonces es viable que se encuentre un rumbo; cuando ocurre lo contrario, los habitantes se enteran tarde que las cosas ya no son iguales; no sabrán distinguir en dónde termina el antes y en dónde empieza el ahora; cuándo es el futuro. Hay una desorientación total y demostrar que se puede sobrevivir así no es para jactarse.


Continúo con el relato de Josefina quien fue parte de una generación de abuelas que volvieron a ser madres porque cuidaron a sus nietos mientras sus hijos se volvían a casar, se iban de mojados o se la pasaban en el trabajo todo el día.


Cuando Josefina tenía poco más de setenta años, sus nietos tendrían entre seis y 12 años. Aún era una mujer muy fuerte que tres veces por semana iba al mercado de la Merced a comprar el mandado. Cualquiera de sus nietos al verla a lo lejos cargando la bolsa con las frutas, verduras y carnes, corría a ayudarla.


Todos ellos esperaban con ansias y hambre a que dieran las tres de la tarde. Sentados en la larga mesa para 12 personas, los nietos se sentaban alineados esperando a que su abuela les sirviera la sopa. Era toda una ceremonia ver el montón de tortillas calientes, la salsa de tomate, la crema y el queso. Esperar con sorpresa el guisado: chiles rellenos, huazontles, enchiladas, mole de olla, carne de puerco con verdolagas. Terminaban de comer, se iban a jugar y se olvidaban de la abuela.


Sólo en los cumpleaños se reunía casi toda su familia; sin embargo, los días diciembre eran los más memorables para todos, pues el abuelo regresaba de Estados Unidos. Él continuó trabajando en ese país a pesar de ya no necesitarlo. Se le hizo costumbre, que no es más que una forma de no encarar el tedio sin aceptarlo.


Un día, Josefina amaneció sin las fuerzas para regañar a sus nietos, se sientió cansada por primera vez en más de 50 años. Se resignó a la idea de saber y entender que, a pesar de enviar a sus nietos a misa de siete, éstos eludirían la orden; después de algunos minutos saldrían por la puerta trasera de la parroquia para irse a jugar con sus amigos.


Envejeció de un tirón y empezó a hablar de su infancia con alegría; sí, de esa etapa que décadas atrás llegó a desdeñar. Ahora, la nostalgia había limado viejos rencores y afilados arrepentimientos. De pronto le pareció que sus nietos estaban creciendo demasiado rápido y simplemente dejó de cuidarlos o de fingir que los cuidaba.


Su cansancio fue el peor de los cansancios, el que causa estragos en la memoria. Murió a los 93 años, pensando y sintiendo lo que dos décadas atrás. No fue demencia senil ni Alzheimer, sino una forma de olvidos involuntarios convenencieros. En sus últimos años no se acordaba que ya había desayunado y lo hacía dos o tres veces, pero hacía el aseo de la casa una sola vez; tampoco recordaba el nombre de de sus nietos, pero evocaba con lujo de detalle pasajes de su infancia; igualmente, no recordaba que sus hijos ya eran abuelos y por las tardes no quería comer por esperar a que llegaran de la escuela. Luego, era perfectamente capaz de leer el diario e iniciar una larga y continua conversación al respecto.


Es curioso como se la recuerda en el barrio. Los más jóvenes como una viejita cariñosa que apenas podía moverse por una cojera que la aquejó en sus últimos años, pero eso sí, si se trataba de procesiones, Josefina se olvidaba del dolor y la cojera, y se iba por toda la colonia con sus amigas de la Iglesia. Los más viejos la recuerdan como una mujer fuerte y recta que ahorró todo el dinero que, desde Estados Unidos, su marido le enviaba mes tras mes y que gracias a ese esfuerzo lograron construir una de las primeras grandes casas de la calle, a finales de los setenta.


Así, los rasgos de la nación y de las personas se van convirtiendo en versiones paralelas o contrapuestas; vestigios de lejanas verdades. Ya no cambian ni el país ni sus habitantes, presos de una hermenéutica para anticuarios. Es pasmosa la pasividad con que se reciben los años de este siglo, aspecto que contrasta con la gran velocidad de las interacciones sociales y económicas. Pasividad y velocidad, emblemático dúo que nos precipita al olvido por comodidad.


Poco a poco, nos damos cuenta que los órdenes verticales de la sociedad y el conocimiento, empiezan a formar parte de la entropía universal, un fenómeno que va menguando y que a ello debe su hermosura y magnanimidad.


¿Cómo atesorar en la memoria que lo venidero también va a dejar de pasar?

lunes, 5 de octubre de 2009

El Tiempo en la Noche de una Mujer Bengalí

Antes de vos

Por esa vereda que fue desierto porque sin ti la caminé;
sí, por ese grano de arena que terco me mantuvo en pie.

Por eso, empecé a morar mis huellas,
aferrado, no quise avanzar, dejar
cúmulos informes de tristeza; comprendí:

Fui con vos

Reliquias de tu mirada anticuaria,
resaca de un deseo policromo,
añoranza por ella, mujer bengalí.

Visitador de tu oscuridad palpitante,
esa noche que se hamaca entre tus piernas.

Luego de vos

Mis decisiones como mareas: previsibles
Tus reacciones de maremoto: imposibles
Mis alternativas como gaviotas: inesperadas
Tus mentiras de caracol: lentas y arraigadas

Ahora con vos

Volveré a tropicalizarme en tus ideas y sobre tus caderas;
con mi mano cortaré la ortiga secular
que nos envenena la lengua al besar.

Regresaré a la negrura que te da identidad,
a esa noche con alas de carne y bouquet animal.

viernes, 4 de septiembre de 2009

Carnaval de soledad

No, no es la nieve, es la blancura de la amapola,
porque tu blancura excita y exacerba los significados:
los del amor, la amistad y la lejanía.

¿Tú sabes qué es la lejanía o sólo te lo imaginas?
Yo creo que sí lo sabes, pero se te olvida porque
recordar la distancia es un suicidio sin apetencia,
un “te quiero porque me acostumbré a querer”.

El calor y la nostalgia no hacen buen par,
porque las ilusorias lejanías son del frío
y la alegría viene y va como el mar.

Sos el enigma sencillo que nadie quiere adivinar
por temor a tu belleza; Casandra sudamericana
¿qué haces en estos mundos que se acaban
entre las palmas de las manos que buscan su entraña.

Quijote errante que viene a vencer tus hidalguías,
mujer tan dulce como los jugos de los mangos,
como la savia del maguey. Dime sudamericana:
¿eres la promesa que anuncia tu vida?

Yo soy un hombre de imaginaciones infinitas,
y me acorrala tu blancura amapólica, tu verbo
alucinante, tu “no estás acá, pero te espero”.

Vente como si te aventaras,
déjate caer desde el sur;
aparece de pronto como un recuerdo
o como una ilusión tragaluz.

Ven, porque no hay canción que te cante,
ni pena que te absuelva; ven, porque sos
el aliento de un sueño naufragante.

Eres el carnaval de soledades que no he conocido,
pero no bailas porque sos la música de un vals liviano
que nadie bailó, al que alguno te invitará de Cupido.

¿Tú sabes qué es la lejanía o sólo te lo imaginas?
Yo creo que sí lo sabes, pero se te olvida;
recordar la distancia es un suicidio sin apetencia,
un “te quiero porque me acostumbré a la insolvencia”.

Uno no sabe bien, a veces, ¿de dónde viene el llanto?;
viene de algún sitio, lo sabemos, pero ¡es suficiente!

viernes, 28 de agosto de 2009

El Corredor (Tricampeón de la Carrera del Pavo) o Tres Hermanos Platicando

Un corredor, un hombre que corre… va hacia ti. Aún está muy lejos y sólo te es posible especular sobre su agitado corazón, su jadeante respirar, la tensión permanente de sus músculos, su playera humedecida por el sudor.

Te preguntas si sólo va corriendo o es perseguido. La estética y ritmo con el que se mueve, parece delatar sólo una carrera aunque no de competición oficial; definitivamente una persecución, jamás. Cuando piensas en persecuciones, inmediatamente lo relacionas con la alteración del orden, cualquier acto delictivo: la ley persiguiendo al infractor.

Pero también te parece una huída más que una carrera. Acaso corriera para huir de algo que lleva en su cabeza y su corazón. Y no es que sea tan tonto como para no saber que esa no es la forma de lograrlo, pero la fricción del viento contra su cara sudorosa, le ha de producir una sensación placentera que compensa en algo, la ineficaz estrategia elegida.

Correr para competir es otra cosa; no existe el pasado sino como entrenamientos amotinados en flexibilidades y fortalezas musculares; sino como una equilibrada alimentación, diseñada para tonificar cada parte del cuerpo involucrada en la competencia.

Tu padre era un estupendo competidor, pero ha sido un mejor Corredor. Correr es, simplemente, un verbo, una actividad, un ejercicio; competir, más que lo anterior, es una idea, la idea del cotejo, otra vez una fricción que en vez de chispas causa futuro.

Te has fijado cómo tu padre siempre anda de prisa; es genial la premura que no es tal porque la condición esencial de esa palabra, aunque no la incluyan los diccionarios, es que la parsimonia sea la norma, eso que llamamos “lo normal”. Aunque el argumento elude la relatividad del asunto… pero bueno, relativizar en exceso también es un error. Lo cierto es que el Corredor nunca está quieto ni callado. Cuando está sentado habla hasta por los codos, es una ametralladora de adjetivos y verbos y sustantivos. De dónde le salen las palabras si tú me dijiste que no le gustaba leer.

No creo que esté huyendo de nada; tampoco compite por algo. En mi opinión hay que pararse del otro lado para ver; me explico: busca que noten sus ausencias… su ausencia. Él quisiera llenar la ciudad con las huellas de sus zapatos deportivos, esos que usa para correr. Te apuesto que le gustaría correr por todo el mundo, llenarlo de huellas y luego abandonarlo para no ser abandonado.

Le placería platicar su vida con esa prisa que en ocasiones suele dejarlo sin aliento. No respira, como si lo que va diciendo fuesen las últimas palabras que pronunciara. Siempre hay una última que se le esconde.

Pero más le gustaría que lo extrañen, porque cree que eso no sucede. Prisa y amplitud, sinuosa combinación que ha llevado a tu padre a ser como es.

Un corredor, un hombre que corre… va hacia ti. Ya no está muy lejos, ya te es posible hablar sobre su agitado corazón, su jadeante respirar, la tensión permanente de sus músculos, su playera humedecida por el sudor.

Las mediocridades de tu padre, las veces que juraste no perdonarlo, las borracheras en las que lo perdonaste al amparo de un abrazo; las preguntas de tu padre, sus incomprensiones colmadas de ignorancia y de negligencia, sus intromisiones sin tacto, sus encabronamientos silenciosos; las indiscreciones que suele cometer tu padre, importadoras naturales de estridencias casuales, artificiales y una que otra hasta forzada.

Jamás olvidarás ese par de borracheras en donde él se volvió la antonomasia de la anécdota familiar.

–M’ija… hay algo que… tú… sí, tú y tu heeermano no me han preguntado…–, dijo el Corredor mientras forzaba la pronunciación para aparentar, ante su hija, que aún a esa altura de la madruga y después de media botella de Havana Club, podía elaborar intrincados cuestionamientos paternales.

–¿Quéee cosa no te hemos preguntado?–, dijiste vos, aunque en realidad te costó un tremendo trabajo elaborar esa pregunta, cuyo tono de pronunciación correspondía más a un solitario “¿Qué?”.

Y orgullosos presidentes mexicanos al término de su informe anual, típico de septiembre, el Corredor dijo:

–Ah… nooo… cuando me lo pregunten se los digo y respondo–.

O aquélla, en la que instruía a la novia de tu hermano, en prácticas sexuales indómitas:

–Heyyy… Érika, ¿conoces la anofilia?–, preguntó el Corredor con autoridad académica de vanguardia, de estado del arte.

Ella, frutal mujercita que, sobre el vocabulario del Corredor, seguramente ya habría practicado hasta la narizfilia, le preguntó, mañosamente, que qué cosa era eso de la anofilia.

No lo hubiera hecho, pues el Corredor casi innovó la raíz etimológica a partir de tres lenguajes, uno de ellos inexistente, mismo que le dotó de mayor contundencia a su argumentación.

–Entonces, Eriquita,… la anofilia, en términos coloquiales, es el gusto de coger por el ano.

Un corredor, un hombre que corre… ha pasado de ti. Se empieza a alejar y, otra vez, te empieza a ser imposible saber sobre su agitado corazón, su jadeante respirar, la tensión permanente de sus músculos, su playera humedecida por el sudor.

Lo sabes bien, sabes perfectamente que aunque es un excesivo o precisamente por ello, su ser guarda ciertos equilibrios. Al final del día, de sus hermanos, fue el que mejor conjugó lo que decía con lo que pensaba; ello no lo hace ni mejor ni peor, te lo digo porque todo el tiempo has estado buscando esa precisa combinación que resulta en el equilibrio.

Que tu padre vivió del billar y en eso fue genial, en la Doctores; que entre él y su cuñado compartían el alimento con su hermano menor, tu tío. Uno cedía la sopa y el otro el guisado; así se iban turnando día con día, hasta que tu tío se hizo adolescente y se fue de Hippie.

Tu padre, al que pidió tu madre en su lecho, en la víspera de su muerte. El que te ha herido y querido; ese que sigue corriendo… porque aún no sabemos, y tal vez quiere recorrer el mundo para marcarlo o llevárselo.

Esos huecos que ha dejado tu padre, se han llenado de cierta racionalización. Has pensado en esa función social que es la paternidad. Has intuido que un padre en Europa y en América no es lo mismo, desde la perspectiva sociocultural. También has percibido que tu padre a tu edad, ya te tenía y tenía coche y casa; vos no tienes hijos, ni siquiera esposo. Vos le achacas eso a los cambios en el mundo, al cambio del rol social de la mujer, a la crisis, a las realizaciones personales de los profesionistas… y tienes razón, pero aún así, te gustaría tener ya todo eso.

Es bueno que vayas definiendo quién es tu padre, de una vez; luego, solo estarás llorando frente a su ataúd. Cierto, el país es uno con mucha “madre” y, podría inferirse, poco “padre”… pero, al fin y al cabo, ellos fueron hijos de esa educación. La sociología y la historia no deben servir para justificar a nadie, pero sí para explicar algo.

Lo ves… sigue corriendo tu padre, es el Corredor.

Acaba de pasar frente a ti, ¿lo oliste, lo sentiste, lo intuiste; sabías que era él, lo miraste, le sonreíste con complicidad? Lleva una velocidad impresionante; si te faltó algo, puedes, aún, alcanzarlo.

Míralo, va pasando la mitad de ese Maratón que tanto le ha gustado correr, por el placer de correr: eso es ser un Corredor.

domingo, 23 de agosto de 2009

Boulevard Miguel Ángel de Quevedo

Cerró con seguro la puerta del departamento; se quedó mirando la puerta…

«Se casó y se divorció; se volvió a casar y tuvo una hija». En los recientes días, a Alberto Curador Oceguera, le había dado por pensar, y le preocupaba, que algún improvisado opinador, pudiera definir así su vida. No es que ello sea mentira, pero por lo menos es una descripción incompleta que, según la versión del propio Alberto, no se ajustaba del todo a la realidad.

Cuando nació Paulina, su visión del mundo cambió para siempre. Desincorporó de su rutina, algunas costumbres adquiridas desde la secundaria, como voltear a verle el culo a toda mujer que pasara cerca de él y recitar, sigilosamente en su cabeza, ingeniosos piropos que nunca decía. Ese era, quizás, el secreto más valioso y baladí de Alberto; ni siquiera se lo había revelado a su confidente, su primo Manuel.

Fueron de los pocos hábitos que antes o después de Paulina, permanecieron en Alberto, quien solía ser de esas personas que creen que la manutención de un secreto provee una especie de autoridad sobre los demás. Era un coleccionista de secretos pequeños o grandes; algunos mediocres y poco interesantes.

Con los años se había vuelto un estupendo catador de misterios; era capaz de distinguir, de entre varios de ellos, cuál de todos le conferiría el secreto más genuino. Aunque no siempre fue capaz de asequir a la información deseada, también es cierto que la propia búsqueda le brindaba un placer casi parecido a aquél.

Uno de los aspectos que más admiraba de él mismo, era la pericia que había logrado alcanzar al abordar el tema de los secretos. Más allá de la etimología y la semántica, Alberto sabía que el secreto es un material que sólo puede ser resguardado por la mentira o por la omisión; que la primera es un artilugio de los principiantes en estos menesteres, pero la omisión… ¡ah, esto era otra cosa!: un arte, una labor de orfebres atentos y sensibles.

Para él, la distinción era clara. La mentira era semejante a actuar como un férreo cancerbero; en cambio, la omisión se correspondería con el comportamiento de un consumado repartidor de barajas, con la tácita diferencia de que en estas circunstancias, el azar tuvo que haber sido domeñado con antelación.

Cerró la verja. Caminó por la calle de Pino y dobló en Miguel Ángel de Quevedo, rumbo a Universidad. Se colocó los audífonos y confirmó que…

“Arde la ciudad” de La Mancha de Rolando, se había convertido en la nueva canción favorita para él, no la del mes sino la de todo el año. Ni siquiera “Carnaval de Brasil” de Calamaro, lo hacía sentirse tan vivo. Los acordes y la voz de Manuel, la bataca del Tano, los requintos de Franchie y el poder de Carlitos; Conde que no dejaba caer la rola en el vacío, en ningún momento.

–Estos tipos sí que hacen arder mi ser–, pensó Alberto…

Recordó que hacía una hora había estado bailando por toda la casa, mientras escuchaba y cantaba esa canción, aprovechando que Adela se había llevado a Paulina al Gymboree. Este era otro de los secretos que nadie sabía, excepto Manuel. Sí, Alberto bailaba como nunca en público, las canciones que lo encendían. Aunque él se sentía otra persona al bailar, intuía que sería algo similar a ver danzar a C3PO o a Chaplin.

Aunque México y Argentina son pueblos latinoamericanos, Alberto identificó una diferencia abrumadora entre los conciertos de las bandas de ambos países. Allá está muy relacionado el Rock y el Fútbol. Nada más ilustrativo que la alianza cabal entre las barras del Boca Juniors y los fans de los Redonditos de Ricota, por un lado, y las de River Plate y Soda Estéreo, por el otro. «Es que los argentinos ya han sido campeones del mundo», pensaba Alberto, al justificar esa diferencia.

Acá en México, no sólo no ocurría eso, sino que consistentemente pasaba lo contrario. La fanaticada de las Chivas y las Águilas, en el mejor de los casos, son salseros; cuando no, reggaettoneros. Esto fue uno de los factores que influyeron para que Alberto detestara el soccer pues creía que él no podía rebajarse a compartir una afición con gente inculta y sin sensibilidad musical. Por ello había optado por el fútbol americano, además que, según él, le dotaba de un círculo de aficionados más selecto en todos los sentidos. Este era otro de los secretos que nadie, ni Manuel, lo sabía; aunque Alberto vislumbraba que las personas más allegadas a él, lo sospechaban.

Alberto cruzó avenida Universidad, y llegó a un parque en el que se internó por sus variadas veredas; se acordó de una mujer que sedujo ahí mismo, antes de llevársela al hotel; no recordó su nombre.

Era la séptima vez que repetía la canción “Arde la ciudad”; creyó entender que no había nada más potente que escuchar cantar a Manuel Quieto ese verso: “…la banda grita tu nombre y ves cómo la popular se va a caer.” Caminando en ese enredado parque, recordó cuando en la adolescencia, junto a su primo Manuel, grababan canciones de la radio, canciones que no podían conseguir de otro modo. Por que no tenían dinero para comprar los discos que les gustaban. Qué culpa tenían ellos que a los once años no les gustara lo que les presentaba Raúl Velasco o Gloria Calzada. Era tanta su pasión, que le hurtaban a sus padres los casetes originales de diversos cantantes; les ponían cinta adhesiva en las muescas laterales de la parte superior, y ahí grababan sus canciones favoritas de Rock 101 o de Espacio 59. La más de las veces les quedaban incompletas, o con la voz de los locutores, pero no les importaba con tal de escuchar la voz y los acordes que los llevaban lejos, más de lo que habían llegado hasta ahora en su vida.

Ahí, los dos como un par de Indiana Jones, se ponían horas y horas a escuchar la radio, hasta que anunciaban Real de Catorce, The Police, Al universo, Uriah Heep, Charly García, Black Sabbath, Los abuelos de la Nada, Deep Purple, Nacha Pop, Pink Floyd, Gabinete Caligari,…

En aquel tiempo, el concepto de favorito estaba asociado a la escasez material y temporal; ahora –reflexionaba Alberto– con puchar unos botones del Ipod, podía repetir las veces que quisiera su canción preferida.

Se paró frente al monumento a Álvaro Obregón. Una de las áreas de las ciencias sociales en donde Alberto es experto, es la Historia. Sin embargo, nunca se había parado frente a ese homenaje de concreto. No se cuestionó esa falta, simplemente subió las escaleras y se internó en ese monolito.

Ahí estaba Alberto, escondido del mundo siendo un secreto, pero no lo pensó así. Había algo que no le gustaba y era su rutina laboral que no le permitía ver despierta a Paulina. Diariamente, llegaba del trabajo a las once de la noche; su angelita dormida y su mujer a punto de dormir. Ese horario estaba impidiendo corregir algunas de las fallas que su padre tuvo con él y que esperaba modificar con Paulina. Entendió un poco más a su padre, pero no lo perdonó, si es que el perdón es un un gesto más cercano a la moral que a la lógica.

Salió y miró el parque; troncos raros, rarísimos, si es que lo raro y lo rarísimo son formas de la imprevisión. Después de mirarlos detenidamente vio el reloj y pensó en tomar un taxi para regresar a casa. Optó por caminar de regreso hasta Gandhi, fue hacia los libros de Filosofía, tomó algunos ejemplares editados por Siglo XXI, su editorial preferida. Por un instante recordó cuando juntaba diez o doce domingos que le daba su padre, y con ello compraba libros sobre historia, astronomía o física; ahora era fácil dar el tarjetazo.

Leyó el índice de un par de libros, y ello le bastó para saber el contenido, por lo menos lo más sobresaliente. Recordó que Manuel le había dicho que últimamente ya no era más un lector de libros, sino un “revisor de ediciones” «es que sólo te limitas a revisar si está sin errores la edición y ya ni los lees, Alberto». Y era cierto, los últimos tres años no había leído más que 25 libros.

Recordó que en casa tenía seiscientos libros sin leer, y desistió de comprar alguna de las ediciones revisadas y aprobadas por el sello Curador.

Escuchó por trigésima vez “Arde la ciudad”. Pensó en Paulina y todo problema fue relegado; pensó en Adela y la vida la sintió más fácil…

domingo, 9 de agosto de 2009

Hombre Coherente que Tiende a Desaparecer

En la calle, en el aula, en la cama y en la mampara electoral; en todos lados su actitud y disposición solían ser los prolegómenos de la exquisitez, pero ello no ocurría desde hacía mucho tiempo.

Todo empezó cuando su esposa, María, se había separado de él. Esa era la palabra que empleaba al hablar de ello con sus amigos o su terapeuta: “separado”. En realidad no se atrevía a decir: –Me traicionó esa hija de puta; mucho menos: –¡¡Me traicionó la muy hija de puta!!–.

No, su civilizada humanidad impedía que su cuerpo fuera receptor de todos esos estertores emocionales que suelen hacer del hombre un energúmeno, un macho recalcitrante, uno de esos que en los años cuarentas fueron protagonistas en los filmes dirigidos por Juan Bustillo Oro o Ismael Rodríguez.

Suele ocurrir que el machismo funciona bien cuando la propensión a relacionarse no es el amor sino la calentura; cuando entras a su vida por la cama y no por los labios. Él lo sabía, pero no lo aceptaba, que es peor que no saberlo.

Así, pasaron muchos días, mejor aún, los días empezaron a pasar sobre él, los días y todo lo que comportan. Continuamente se dejaba embaucar por las rutinas temporales, esas que llamamos segundos, minutos y horas. Dejaba poco a poco de ejercer la coherencia para darle paso a un solipsismo abominable que lo llevaba, noche tras noche, a estancias del alma en donde ya no es posible apelar a la razón.

Me retracto, no todo empezó cuando María se fue, sino cuando él creyó que era suficiente con sentir amor por ella y no decírselo. Sintió que meterle la mano bajo las pantaletas mientras dormía, era suficiente para hacerla sentir deseada, que un beso en los labios antes de irse a trabajar, podría prefigurarle el amor que ya no le manifestaba con palabras; creyó que las amorosas peticiones que ella le hacía, eran fugaces inconformidades de pareja; que sus silencios, una manera de entender todo lo que él le decía con su cuerpo.

Por alguna extraña razón, él dejó de expresar su amor con palabras.

¿Desde qué rincón de la vida, un hombre puede llegar a creer que las palabras pronunciadas, no sirven o que son agentes accesorios?

Un buen día, se quedó callado ante una situación cualquiera, y descubrió que nadie reparó en la ausencia de su opinión. Volvió a experimentar ese silencio, vez tras vez, y de forma deliberada empezó a aguantarse las ganas de decir algo que a nadie se le había ocurrido ni se les ocurriría porque sus atrofiadas mentes no eran capaces de escuchar sin decir. Y es justo ahí, en este punto, donde podemos ubicar la zona de cero de los persistentes silencios de él, porque no se puede hablar de un único y dilatado silencio, sino de una marabunta de silencitos que de a poco le fueron royendo las posibilidades de expresión, la evolución de sus inquietudes, así como el alcance de su voz.

No fue más que la indiferencia, la indolencia, la insatisfacción lo que lo llevó a callar, a dejar de decir lo que sentía; decirlo con la boca y la voz: la fonación, ese increíble proceso fisiológico y musical que se vale de nervios, músculos tensados, saliva y viento para permitirnos comunicarle a alguien que existimos y sentimos.

Pronto dejó de nombrar los objetos; días después, dejó de recitar poemas, de leer los diarios en voz alta. Lo último que dejó de pronunciar fue el nombre de su mujer: María.

La coherencia suele ser la mejor de las herramientas, el remo que le falta a la razón para navegar en la mar de la inconsciencia, pero también puede llevarnos, sin previo aviso, a la distracción, pero la distracción como un movimiento, no como un estado. Porque, me vuelvo a retractar, no era indolencia, indiferencia ni insatisfacción; todo el tiempo se trató de una distracción, una monumental distracción: sucesos de su pasado que un día lo despertaron y lo llevaron de parranda por esos lugares a los que no quería regresar. Se empezó a aterrar de lo que no ocurrió, ni siquiera de lo ocurrido.

El presente se le convirtió, también, en una distracción y, es así, que él dio su primer pasó por ese túnel que no puede caminarse sin dejar pedazos de existencia en cada huella.

La primera vez que se dio cuenta de todo esto, fue cuando saludó de beso a una amiga del trabajo. Le extendió la mano, pero en ese movimiento y de reojo, alcanzó a ver que no tenía mano. Sólo vio la manga blanca de su camisa. Retiró la mano ipso facto, como un acto de defensa, y depositó sus labios sobre la mejilla. Se mantuvo sereno hasta llegar a su oficina; verificó y ahí estaba su mano, su pálida mano. Se la quedó viendo un rato; luego la contrastó con la otra y observó que estaba desproporcionadamente blanca.

Se quitó el saco y la camisa, y notó frente al espejo, que la piel de todo su cuerpo iba palideciendo. Paulatina e inequívocamente, el destino de su melanina se volvía incierto. Cerró su oficina con llave, se metió al baño y frente al espejo grande se desnudó.

La identidad es un proceso que sólo se aquilata con los años, mucho tiempo después de haber sido descubierta. Justo eso era lo que frente a sus ojos se desvanecía, porque uno puede alegar que la identidad es una combinación de impresiones sensoriales respecto al lugar y tiempo al que pertenecemos, pero sin lugar a dudas el sitio en donde todo ello se amotina es nuestro cuerpo, particularmente la parte visible porque por medio de los ojos aprendemos y comprendemos la mayor parte de lo que sabemos, y es por medio de los ojos que encontramos, con mayor facilidad, lo que nos gusta y llegamos a amar.

Ese sentido tan maravilloso que es la vista, le indicaba que estaba perdiendo su identidad. Repasó metódicamente todo. Invocó a la coherencia que alguna vez lo había caracterizado. Rechazó durante hora y media, una serie de hipótesis fincadas en sus conocimientos físicos, químicos y biológicos; caviló un poco con el esoterismo. Al final, aventuró una explicación psicológica, pero no abundó en ella. Y no profundizó porque sabía perfectamente que lo llevaría al pasado, a esos lugares a los que no quería regresar, esos lugares que lo distrajeron de todo y de todos.

Notó que la invisibilidad de su mano progresaba hacía su muñeca. Otra vez esa marabunta que ahora le devoraba la dermis, una tácita desertificación corpórea.

Se vistió como pudo; olvidó su corbata sobre el escritorio. Salió corriendo de la oficina y se tropezó con varias personas, antes de llegar al ascensor. Presionó varias veces el botón y cuando las puertas se abrieron vio un espacio sin gente y se metió; llegó a la planta baja, un poco más calmado y salió del elevador. Caminó por el pasillo y se miró en los espejos laterales; se detuvo, todo normal, tan normal como él mismo: moreno, muy moreno. Se sorprendió, pero también se tranquilizó. Pensó en el porqué esas máquinas se llamaban convencionalmente ascensores o elevadores, si también servían como descensores o bajadores. Elevó su ceja izquierda al pensar en lo impráctico de esos apelativos y en la connotación negativa que entrañaría de llamarse así.

Situaciones similares le ocurrieron una vez por semana, al principio; después, con mayor frecuencia. Una tarde, mientras esperaba a María porque le llevaría los papeles del divorcio para que los firmara, se lavaba la cara y al mirar al espejo no la vio.

Mirar con algo que no puedes ver ni te permite verte, debe causar una de las sensaciones más descorazonadoras que hay.

Sonó el teléfono. Se apresuró a responder, pero en realidad escapaba del espejo.

–Licenciado, acaba de llegar su esposa…–.

–¡Qué pase por favor!–.

Él se abalanzó sobre ella y la abrazó con todos los brazos que tuvo a lo largo de su vida: los del niño que recibió el regalo de cumpleaños, los del adolescente que abrazó su primera novia, los del joven que desnudó mujeres; esos brazos con los que alguna vez lastimó a María. Ella, aún enojada porque él no le había firmado los papeles desde hacía meses, terminó por corresponder con sus brazos. Le acarició la espalda y luego jugó con su cabello.

–¿Qué tienes, Ramiro, por qué me abrazas así?–, ella le decía, con esa ternura que entre ex parejas, se parece más a la comprensión, mientras hurgoneaba su cabello.

Él no respondió, seguía sin responder con la boca; en cambio, lo hizo con un leve apretón de sus brazos. Ella entendió que él sólo necesitaba que lo siguiera abrazando.
Ramiro extrajo de un pequeño cajón del librero cerca de la entrada, un condón que con pericia colocó frente a los ojos de María.

–¿Y eso?–

–¿No lo recuerdas?, es el que me regalaste cuando nos conocimos… aún le quedan un par de meses antes de caducar.

–¡Qué va!, jajaja… eres un perverso, cómo guardas esas cosas. Lo hubieras usado antes–, decía ella mientras se apartaba lentamente de él.

Y se miraron, y se sonrieron.

–¿Sigues con ese por el que me dejaste?–

–¿Y tú sigues igual de insoportable?–

Y lo hicieron y se despidieron.

miércoles, 5 de agosto de 2009

Encierros

Todo el tiempo que estuvo encerrado, pensó en el futuro: el día en que saldría libre. De otra manera no hubiera sobrevivido los siete años que primero fueron once, pero que por buena conducta, los redujeron. Esto no lo supo sino hasta después.

Toda persona necesita registrar, en una condena, un atisbo de buena suerte para poder cursarla sin un pesimismo completo; él la tuvo, pues unos días después de su aprehensión modificaron la pena para secuestradores y la mínima estancia en adelante sería de 20 años.

Desde el primer día, se ganó un lugar ahí, cuando se lió a golpes con siete presos; esto le concedió una estancia de 15 días en la enfermería del reclusorio. La tercera y cuarta semanas, la fama de su padre le ayudó a sobrevivir. A partir de entonces, fue su astucia lo que le permitió consolidar su seguridad dentro de esa agrura social.

La ambición lo había llevado a ejecutar un plan muy bueno, sencillo, pero mal ejecutado. Su bronca ambición había sido su gran defecto. De niño, solía decir a sus abuelos:

–Cuando sea grande, voy a ser muy rico para comprar mucho dinero–.

Ahí adentro, no había lugar para su ambición; le costó mucho trabajo domesticarla, canalizarla por la vía de la seguridad. A eso se avocó, a mantenerse seguro durante toda su estancia. También se propuso no compartir habitación, tener estéreo, dvd, televisión de plasma y algunos otros lujos que incluso fuera de prisión son lujos.

Vestía diario ropa diferente, eso sí, color blanca o beige, pero no vestía menos de siete mil pesos diarios en calzado y ropa. No vendía narcóticos, no golpeaba, no se prostituía. Solamente tenía los ojos bien abiertos, la boca bien cerrada y ponía en unas listas palomitas y taches.

Salvo por su vestimenta, no llamaba mucho la atención, pero la mayoría de los reos ni enterados estaban, para ellos una camisa de $2,300 o de $120, era lo mismo. Algunos sicarios, ex judiciales o distribuidores de droga lo ubicaban y lo respetaban. Seguido lo invitaban a formar parte de sus respectivos círculos, pero Arnaldo Oceguera jamás los atendió y tampoco perdió su objetivo: salir lo antes posible de ahí.

Al tercer año, aprendió y comprendió mucho más de lo que había logrado en la calle durante sus primeros 10 años de vida previos a su encierro. En ese tercer año se hizo amante de la directora del Centro de Readaptación Social, le enseñó idiomas a un secundario capo famoso del norte del país y le ganó una pelea a uno de los convictos más famosos por su habilidad con los puños.

Estaba en el lugar indicado, con la actitud adecuada y cerca de la gente precisa para sobrevivir con esa imperceptibilidad artificiosa que sólo algunos logran estando presos, por lo menos para no llegar a esa estridencia que fulgura personas en cuestión de meses, precisamente por una ambición descontrolada.

Así, vio pasar compañeros que a base de fuerza y rencor se ganaron el miedo de casi todos, mas después de unos meses amanecían muertos, destripados, degollados, desollados, etcétera.

Un buen día, Oceguera no aguantó más, sucumbió ante el peor de sus defectos: pavonear su poder ante los demás.

–No mames, pinche Arnaldo, ¿qué no te basta con andarte cogiendo a la directora, con ser valedor de uno de los chingones del cártel de Juárez, con vivir como vives acá…? Vives mejor que toda tu familia, pinche mono–, le dijo su hermano, casi reclamándole, en una de sus visitas.

–Nel… el Osito Cardona tiene muchos amigos, Rebeca se ha cogido a muchos reclusos; carnal, no soy el único que vive con lujos acá. Pero lo que a nadie se le ha ocurrido es traerse a vivir a una reclusa del femenil–, me dijo con un fuego en los ojos, ese tipo de llama que poco tiene que ver con la ambición y mucho con la travesura.

–¿Y cómo piensas hacerlo?; eso sí está muy cabrón… si ni el Cardona lo ha hecho–.

–Ah, bueno, porque a ese güey no se le ha ocurrido. Algo que les falta a todos los de acá es imaginación, pero a mí me sobra–.

Así que, Edgardo, hermano de Arnaldo Oceguera, fue encomendado para ir a entrevistarse con Raquel. Fue al reclusorio femenil indicado. Aunque no era un galán, muchas reclusas le dijeron una de piropos que jamás había escuchado; se sintió encuerado por la mirada de una de ellas. Alguna otra le mostró una sonrisa realmente bella.

Se sentó en una silla y esperó a que Raquel llegara. Era sábado y estaba con sus familiares. Edgardo esperó unos minutos, vio que realmente era guapa. Las peticiones de su hermano incluían una fina inspección sobre el físico de Raquel, particularmente su estatura y su piel. A primera vista, ella cumplía con las expectativas de Arnaldo.

Se acercó y sonrió.

–Hola, tú debes de ser…

–Sí, soy yo; hola, ¿cómo estás?–, dijo él mientras le extendía la mano, pero ella lo besó en la mejilla.

–La señora es mi mamá, los otros son mis hermanos menores–, sonreía, bastante coqueta. Edgardo no sabía qué preguntar porque además de lo ya mencionado, Arnaldo no le había solicitado alguna otra información.

Estuvieron conversando sobre su hermano, al parecer se habían conocido en una obra de teatro que las reclusas fueron a presentar al reclusorio varonil. En un momento de la charla, ella abrió su blusa y le mostró a Edgardo la enorme cicatriz de una operación en el corazón.

–Es la única cicatriz que tengo en el cuerpo, díselo a Arnaldo–.

Le miró fijamente la cicatriz rosada; volteó a verla a los ojos y con una pícara sonrisa ella lo invitó a mirar de nuevo. Le mostró sus hermosos senos.

–También coméntale lo que acabas de ver–, dijo ella sin perder el ánimo mientras se abotonaba la blusa.

Oceguera se ganó una compañera por el resto de su sentencia; también la enemistad de la directora. Ello no importó mucho porque al poco tiempo la reasignaron a otro Centro.

Esta parecería una de esas historias raras en donde no hay enemigos peligrosos. Salvo la directora, pero en cuanto ella figuró como adversaria o amenaza, desapareció. Esa creo que fue la mayor virtud de Arnaldo, la discreción artificial en un lugar en donde para salvar la integridad física, por lo regular se tiene que joder antes que a uno lo jodan. Es como vivir en la calle, pero con más gente en menos espacio, pero con mayor intensidad en menor tiempo. Pero esas eran las impresiones de Arnaldo que, creo, poco tenían que ver con las de la mayor parte de los presos.

Terminó su condena; el futuro le había llegado:

–¿Y ahora qué?–, pensó mientras levantaba sus maletas y miraba acercarse a sus familiares, que fueron a recogerlo.

No parecería nada extraño que regresara al sitio en donde logró encumbrarse; tampoco sería extraño que se fuera del país y no regresara.

Sumamente raro hubiera sido que regresara a la casa que lo vio crecer y fracasar, reconstruir los muros grises y el hierro de pintura beige descarapelada de las rejas que le conocieron los recientes siete años… y sin embargo, así ocurrió.