domingo, 23 de diciembre de 2007

El Anticuario

Gracias al amigo Freddy de La Cofradía por haber diseñado el logo de Carta Abierta, desde hace meses. Un saludo hasta la Argentina.
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CARTA ABIERTA LES DESEA UNA FELIZ NAVIDAD A TODOS, Y UNA AFORTUNADA CRUDA.
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La canción que se escucha de fondo es El anticuario de Real de Catorce; magistral composición de José Cruz Camargo.
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How many times in this year did you go with your own past and future? Have you recognized on the horizon that kind of moments we use to call felicity?

Merry Christmas to everybody and download Calamaro’s album: Alta suciedad, 1997, Argentine: just amazing… enjoy it.
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Este disco es una muestra de que a la potencia se puede arribar desde la suavidad que nos ofrece Calamaro en sus discos. Probablemente el rocanrolero más polémico en los tres quinquenios recientes. Escuchen las rolas Flaca y Todo lo demás. Y, muy importante, el disco está dedicado a la mujer que lee esto y sabe que se lo dedico.

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Dedicado a José Cruz Camargo y a Alguien más (…)

FUI AL Eje Central con mi primo Coltrane a comprar unos discos vírgenes y sus cajas. Luego, fuimos a una tienda de antigüedades que para sorpresa de los dos ya no existía.

A él se le hacía tarde; sólo dispone de dos horas para ir comer, mismas que suele utilizar para consumir todo lo relacionado con música.

Con un montón de horas a mi disposición, de esas horas que por su extensión, parecieran haber sido acuñadas en el Equinoccio de septiembre en el Polo sur, lo acompañé al Metro; regresé a donde debiera estar la tienda de antiguedades, sobre las calles de Uruguay. No fue por curiosidad, mis pasos fueron como un eco, ya estaban marcados. Encontré lo mismo, cerrado el sitio, ni siquiera había vestigios de que hubiera sido una tienda de reliquias.


Caminé hasta la calle Donceles, visité las tiendas de libros usados y ausculté una de ellas; me detuve frente a una puerta de madera descuidada que estaba entreabierta. No había nadie a mi alrededor.

Luego llegaron unos tipos que con los ojos recorrían sin interés los cientos de lomos de libros que estaban apilados sobre los anaqueles.

Desperté en una habitación poco iluminada por siete quinqués. creí ver inscrito en el yeso de la pared: La vida suele ser una Felicidad tan maltratada.

–Muchacho, reacciona, estás en la librería.

Yo no he preguntado nada, pensé. Segundos después, esa información tomó sentido. Me dolía la cabeza y realmente no sabía en dónde estaba. “Estás en la librería”, una referencia vaga. Me incorporé y vi que estaba sobre un catre.

–Muchacho, ¿cuál es tu nombre? Te dejaron tirado sin identificación.

Me apee y tenté las bolsas de mis pantalones, ni siquiera los boletos del Metro me dejaron, supe. Se habían llevado mi chamarra y hasta los discos de Sacbé que había guardado en la bolsa interior de aquélla.

–Muchacho, tu nombre.

–Victor Castillo. ¿Usted quién es?

Mientras me extendía su mano y su sonrisa, me dijo –José Camargo, un placer.

Lo saludé echando un vistazo al cuarto donde se desvanecían poco a poco mis dudas. No sabía bien qué pasaba, pero lo intuía. Vi nuevamente los quinqués y unas fotografías color sepia. Él estaba en las fotos con otras personas. La curiosidad me acercó a una de ellas en la cual el Sr. José estaba entregado al estudio (o eso parecía) de un mapa cartográfico que no coincidía con el que aún tengo registrado en mi memoria.

Compases, transportadores y escuadras sobre el gran plano; sobre ellos llamó mi atención una báscula con recodo; ¿qué hacía ahí ese instrumento de masas entre otros de longitudes y grados?

La curiosidad es una de las actitudes que no deben disimularse, y además es inconfundible. Antes que le preguntara algo añadió.

–Es la balanza de Filobao de Tarento, aunque la llaman romana, con la que hace muchos siglos determinó que la tierra es redonda.

Yo no soy geógrafo, pero me sentí estafado con ese comentario. ¿Cómo con una báscula se va a poder determinar la circunferencia terráquea? Me acerqué un poco más y me volví hacia el Sr. Camargo.

–Mira, Muchacho, esta es la balanza.

Me mostró una báscula dorada que tenía la inscripción άνδρες ισημερία.

Hombres de Equinoccio es lo que significa, es la báscula de estos hombres, dijo animoso. –La compré en una tienda de antigüedades que está sobre la calle de Uruguay, dos cuadras antes del Eje Central. El vendedor me comentó que estos tipos solían medir la cercanía entre ellos con este instrumento. Ve tú a saber cómo le hacían, me dijo con una de esas sonrisas que ocultan lo que saben. Mientras me la mostraba pude ver que en la parte interior de su muñeca diestra, tenía tatuados una oruga y un rayo.

–Mira, muchacho, te voy a mostrar mi colección más preciada. Avezado, me tomó del brazo dirigiéndome a otra pieza. –A nadie se los muestro, pero si el azar te trajo hasta acá, ha de ser por algo, ¿no crees? Su mirada insinuaba la revelación de un gran secreto. Francamente no imaginé nada.

Lo que vi fue mágico, hermoso y conmovedor, creo que lo debió haber visto un poeta porque mi pobre vocabulario demerita cualquier descripción que pueda hacer de esos ¿objetos? Era una colección de figuras cristalinas.

Mientras escribo estás palabras en la PC, aún los destellos policromos iluminan las oquedades que hasta ese día mis ojos habían contemplado, las opacidades fugitivas por el baño de esa luz.

–Mira, muchacho, este es un colibrí con sus alas extendidas. A simple vista no tiene chiste, pero observa lo que ocurre si le pongo la luz de la lámpara encima.

Sus alas ilumiraron nuestras caras; sí, no es una equivocación, no las iluminaron las ilumiraron porque fue como si el amor por única vez, se atreviera a mirarnos y a prometernos lo que sólo él puede otorgar: la felicidad.

Luego, proyectó la luz sobre el frente del ave y como un holograma, entre nosotros se proyectó la única valentía que puede ofrecer la inocencia: la verdad.

–Este colibrí es un recuerdo reciente, en realidad todos lo son, míos, tuyos. Éste es el último que acuñé.

–Y ¿¡cómo los elabora!?, pregunté intrigado.

–Con mis manos y mi memoria. Fíjate, colocas tus manos como si fueras a recibir un poco de agua, imaginas un recuerdo, pero lo extiendes, es decir, le agregas sucesos que no existieron, pero que deseaste que ocurrieran y fijas tu mirada, desde el principio, sobre ese recipiente óseo y carnal. En unos instantes aparece una figura... aunque prefiero llamarlos sellos o tatuajes. Claro, que cuando digo instantes, me refiero a segundos aquilatados con la báscula que te mostré.

No le entendía bien, para empezar me seguía llamando muchacho cuando ya le había dicho mi nombre; en segundo lugar, ¿cómo un instrumento de masas podría aquilatar el tiempo o las longitudes?

–¡Mira este otro tatuaje!, alarmado invocaba mi atención. –Es una luciérnaga. El recuerdo que lo forjó fue una esperanza que ya olvidé pero que, supongo, fue muy hermosa por haber producido esto.

Nuevamente, depositó los fotones en esa miniatura. Nuestros cuerpos se iluminaron (ahora sí). Violetas, azules, anaranjados, malvas. Matices que se olvidaron de los huesos, cartílagos, arterias, vísceras, carne y piel que nos hacen ser. Yo me sentí más diminuto que ese increíble ser de ¿cristal? El Sr. José apagó su lámpara. De la luciérnaga emanó una luz que se parece a la del día, pero quemaba.

–¿Qué es todo esto Sr. Camargo, por qué me lo muestra?

–Muchacho, cierra tus ojos y ábrelos. Hazlo sólo una vez, tómate tu tiempo porque lo que te voy a enseñar no tiene parangón con lo que has visto. No sé si recuerdas que la cosa más bella que somos capaces de imaginar, viene antecedida de un orgasmo visual que consiste en concentrar todo tu ser en tus ojos, que se cierran y segregan esto...

Me mostró un par de ojos. Lo curioso es que no los alumbró con la misma lámpara; extrajo del bolsillo de su camisa una linterna con luz verde. Me indicó que esa luz era irreproducible y que en realidad la estábamos imaginándo. La proyectó sobre ese par de ojos.

–Muchacho, siente cómo un dulzor sube desde tus entrañas hasta tu lengua...

Yo aún me siento pobre, miserable, ignorante y arrogante ante la impotencia de poder expresar eso; sólo asentía y me sentía ridículo. Conozco palabras: dulce, suave, frágil,... Nada se acercó a lo que mi cuerpo sintió. Pero fue una rima de sensaciones, un ritmo de emociones.

La fuerza de gravedad desapareció y miles de recuerdos e ideas se desprendieron del suelo y cuales neutrinos, nos atravesaron . La fuerza de la fricción que ejerce el tiempo sobre nuestros corazones, dejó de erosionarlos y empezó a imitar cada sístole y diástole.

Fue el jolgorio de las fiestas del cuerpo, glándulas, papilas, músculos, vísceras, sangre. Todos excitados. Sentí que el cuerpo me temblaba. Había mucho ruido parecido al recuerdo de un claxon a mitad del Periférico. No lograba ubicar de donde provenía. Vi algunas cosas del pasado, de mi pasado; otras escenas no las reconocí, pero tú aparecías.

El Sr. Camargo gritaba, –No todos son recuerdos… hay cosas que aún no has vivido…

La fuerza de gravedad me venció, y de rodillas sentí lo que todo emperador que claudica. La fuerza de la fricción envejeció al Sr. José que con esmero me levantó.

–Falta un sello, una imaginación, un último fragor… Soy incapaz de hacerlo solo; no sé si quiero hacerlo.

Dos jóvenes me levantaron, me sacudieron la chamarra que, según ellos, se había manchado de polvo en el suelo. Los miré indignado, como creyendo que me habían robado algo. Fingí sacudir ¿el polvo? de mi pantalón sólo para cerciorarme que en los bolsillos estaban los boletos del Metro y mi cartera.

La amabilidad, desgraciadamente, se encuentra siempre muy cerca de la desconfianza. Artemio y Jonás me invitaron una torta y un jugo de naranja en el primer restaurante que vimos.

–Te desmayaste mi buen, ¿desde cuándo no te alimentas?

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