miércoles, 9 de febrero de 2022

Cypress perseguido… ¿o perseguidor?

Limairy había escuchado que hacer el amor después de una reconciliación era fantástico. Luego de varios meses, había vuelto a ver a su novio para limar asperezas. Se acariciaban; él besaba su cuello, los surcos de piel erizada que abría su lengua, los cerraban sus labios. Sembraba en ella intensidad y cosechaba deseo. Ella acariciaba su espalda a la que por momentos se aferraba, cuando por excitación su voluntad abandonaba. Quiso tomarlo de la cabeza y él la apartó inmediatamente.

—Lima, es la tercera vez, no me gusta ser tocado ni agarrado de la cabeza y menos en la frente o arriba de la nuca —le dijo cuidando el tono de su voz.

—Perdóname, lo olvidé. No lo hago con mala intención —respondió apesadumbrada.

—Es que nunca haces las cosas con mala intención, pero las haces y olvidas que son importantes para mí —le recriminó, descuidando la compostura. Se miraron unos segundos y rieron ligeramente. Apenas se estaban reconciliando y ya asomaban sus enojos. Él tenía problemas para controlar su irá, aunque después de varios años en terapia, casi había desaparecido. Pronto volvieron a la ternura y la pasión. Él frotaba sus labios verticales, esculpiendo en ellos el bucle infinito. Ella deslizó la mano hasta sentir su erección. Abruptamente, se apartó de ella, abrió los ojos y la miró.

—¿Por qué me miras así? —dijo Limairy asustada, mientras se apartaba.

—¿A qué te refieres? —respondió extrañado.

—Esa mirada no era tuya, te conozco y no te reconocí —susurró, intentando convencerse de su afirmación—. Me incomodó mucho, me mirabas como si fueras un… un depredador —lo externó tomando el volante.

 —¡Mírame cuando me hables! —intentó tomarla del mentón para voltearla hacia él.

—¡Qué te pasa, me estás lastimando! —asustada lo apartó con el brazo. Él se recompuso inmediatamente y parecía no entender la situación que había generado.

—Discúlpame, me sorprendió tu comentario. Cuando me viste como un depredador, ¿sabes que te estaba preguntando en la mente? —le preguntó retóricamente, para concluir— ¿Quién eres tú? La pregunta no la hice yo, vino a mí de la nada, como si se incorporara en mi mente. Estaba muy a gusto besándote y según yo mirándote con amor.

—Ahora sí eres tú quien me mira; hace rato parecías otra cosa —le reviró.

—¿Sabes?, esto me recuerda dos episodios semejantes. El primero hace muchos años, poco después de haber desnudado a mi ex, se fue deprisa hacia una esquina de la habitación. Desnuda, asustada y en cuclillas, me preguntaba “¿Por qué me miras así?, me asustas.” Todo empezó como ahora, cuando estaba sintiendo mucho amor y placer. De pronto, sin darme cuenta, la aparté de mí, la miré a los ojos y le pregunté con el pensamiento “¿Quién eres tú?” Te juro que tampoco formulé la pregunta. Por la mañana la llevé a su casa. Al cerrar la puerta del auto me dijo “fuiste otro, eras tú y sin embargo fuiste otro.” No nos vimos nuevamente.

—Pues su reacción fue la de estar frente a un depredador —puntualizó Limairy—. ¿Has visto en los documentales los ojos de las águilas o las lechuzas cuando observan a sus futuras presas? Así lucían tus ojos —Él se quedó pensando y continuó.

—Más recientemente, luego de estar con una amiga —realizó un aspaviento sutil con la mano para obviar la connotación sexual del recuerdo—, se apartó de mí para descansar sobre las almohadas. Mientras la miraba a los ojos, dije sin pensar “¿Quién eres tú?” Con una gesticulación de malestar, me respondió “¿Quién te crees para preguntarme eso?” En los tres casos, contando el tuyo, la pregunta me asaltó; yo no la formulé.

—Si pones atención —enfatizó Limairy—, fueron momentos de sexualidad.

—Más que sexuales, fueron amorosos —remató él.

—Hagámoslo de nuevo, pero esta vez te voy a responder la pregunta y te haré otra —propuso Limairy; a él le pareció una idea estupenda.

—Intentémoslo con la misma pasión y amor; cuando me cuestiones no dejes de mirarme a los ojos —recalcó antes de tomarla entre sus brazos nuevamente. Repitieron la escena de diferente manera, tardaron en lograr naturalidad. Al cabo de unos minutos estaban excitados de nueva cuenta. No ocurrió nada.

Mi nombre es Cypress, me escondo en esta persona desde su infancia. He arruinado sus relaciones amorosas, para mantenerme a salvo. Cuando eclosiona el amor y las emociones asociadas a él, se abren las personas; esa apertura es aprovechada por mis perseguidores para intentar capturarme o eliminarme, si es que no me adelanto a ellos. Sólo en momentos amorosos podemos asomarnos a la realidad de nuestros anfitriones. El amor es el único flanco vulnerable de esta forma de vida donde me oculto. Es una forma orgánica valiosa por su complejidad, en la que me disperso y dejo de estar consciente cuando él no se siente y expresa amor. Si éste ocurre todo se abre, es caótico y entonces resurjo. Con el paso del tiempo aprendí a saltar de persona a persona, conforme iban muriendo; a encontrar el mejor momento para mirar al de enfrente y discernir si estaba o no alguno de mis victimarios, mediante una simple pregunta  “Quién eres tú”, la cual altera la química y la magnética de todo anfitrión orgánico e inmediatamente se evidencian mis captores. He reconocido a todos los que he encarado por la forma en que contraen las pupilas al escuchar mi pregunta; los he eliminado sin excepción.

Mi nombre es Cypress, no sé por qué me llamo así; tampoco puedo probar mi existencia que ocurre por breves momentos separados por largos años, debido a que el amor es algo raro de sentir y transmitir. Paso de persona a persona, mediante este traje especial con ignotas letras “ACGU”  y permanezco en ellas con otro traje, cuyas siglas son “ACGT”. Viajo en un dispositivo con una larga e irrepetible contraseña de 46 caracteres. Sé del dispositivo, pero nunca lo he visto; intuyo que me convierto en él al usarlo. Viajo sin equipaje, únicamente con mi escudo biselado con las letras “ACTH” y un arma modelo “C9H13NO3”. Empiezo a desvanecerme otra vez. Quisiera desistir, de interferir en la vida de cada siguiente persona, pero es la única forma de existir; quisiera dejar de convencerme de ser el perseguido, sin dar al olvido, en el siguiente anfitrión, la certeza aterradora de ser realmente el perseguidor.